La ligereza de un galanteador

La ligereza de un galanteador

He conocido pocos hombres tan amantes de las féminas como aquel compañero de parrandas de los años de la década del sesenta.

Incluso en los lupanares apelaba al elogio caluroso para halagar la vanidad de las que en ellos ejercían el antiquísimo oficio.

A la mitad más uno de las mujeres que le cruzaban por delante les prodigaba caricias a sus egos mediante piropos  que culminaron en más de un romance.

Una tarde visitamos el local de una firma comercial, porque mi enllave quería comprar a crédito una nevera para enfrentar los fuegos de sus resacas en las vías digestivas.

Al llegar nos dirigimos a una joven empleada de rostro agraciado y busto reducido, sentada detrás de un amplio escritorio.

-¿Cómo se explica que una muchacha de carita angelical y cuerpecito frágil, delicado, no esté triunfando en el mundo del modelaje, o como presentadora de un programa televisivo?- le dijo el falderólatra con voz  queda.

El rostro de la mozuela se tiñó de rojo, y sus labios se ampliaron para albergar una sonrisa de satisfacción, en la que sin embargo creí adivinar un dejo de reprimida ironía.

– Adoro la mujer delgada, y por eso me atrevo a sugerirle que no engorde nunca. Nada más antiestético que una hembra con fundillos generosos, y pechugas cuyo peso recae sobre las espaldas. Estoy seguro de que usted tiene muchos admiradores entre los clientes de esta empresa.

Quedé extrañado de que la joven limitara su agrado ante las palabras de mi amigo al rubor y la extraña sonrisa iniciales, y que luego se limitara a pedirle los datos para el fiado que se proponía echar.

Una vez concluida su labor la joven se levantó de la silla que ocupaba, y tuve que contener la carcajada que se inició en mi garganta.

Porque en lugar de un cuerpo delgado, la empleada lucía unas caderas ampulosas que contrastaban con su torso estrecho y sus senos semejantes a un par de huevos fritos.

De más está decir que tanto el obsesivo galanteador como yo enmudecimos, y nos limitamos a darle las gracias a la moza por sus atenciones tras concluir la tarea relativa al acopio de datos.

Después de aquella experiencia pienso que no se debería alardear solamente de que se conoce al cojo sentado, sino también a la fundilluda secreta.

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