La literatura como arte: Indispensable
a toda sociedad civilizada (Conclusión)

La literatura como arte: Indispensable <BR>a toda sociedad civilizada (Conclusión)

POR LEÓN DAVID
No olvidemos que el escritor (me refiero, por descontado, al auténtico creador y no a la otra especie de plumíferos que tanto abunda, cuyo estéril ingenio se acompaña por lo común de inflada vanidad), no olvidemos que el literato, insisto, es un especialista en el uso del lenguaje; y ¿quién ignora que el lenguaje surte del principal instrumento con que cuenta el hombre para descifrar el enigma del universo, el misterio de su propia conducta y los arcanos rumbos del inquietante porvenir?

Así las cosas, si valiéndose de sus ficciones nos zambulle el escritor en una esfera encantada donde los vocablos van a mostrar nuevos e inesperados matices significativos, donde las ideas van a aparecer realzadas por el giro insólito de la frase, donde el párrafo nos fuerza a percibir las sutiles armonías de la sonoridad y las sugerencias estimulantes del ritmo, entonces no luce descabellado suponer que la suntuosidad lingüística de la obra literaria coadyuve al acrecentamiento del poder discriminador de la mente y a deshollinar la inteligencia del lector, y conmine, otrosí, al empleo siempre más audaz, acertado y profundo de la fundamental herramienta de conocimiento y de espiritualización que poseemos: nuestro propio idioma.

Si semejante proeza es deleznable pacotilla; si explotar a fondo los recursos de la lengua y pensar, por consiguiente, con mayor profundidad y lúcida conciencia es negocio del que ningún provecho extrae la sociedad, aceptaré mi incompetencia en orden a determinar qué labor es importante y también aceptaré de buen grado que la literatura y el arte no lo sean.

A tenor de lo expuesto, debo hacer pública mi preocupación ante la profunda ignorancia que advierto entre el grueso de la gente cultivada (que incluye a no pocos creadores) acerca de la naturaleza artística del hecho literario y al papel que le toca desempeñar al artífice de la palabra en nuestra sociedad. Barrunto que esa ignorancia resulta dañina –¿qué ignorancia no lo es?– porque contribuye a mantener en brumas los términos y propósitos de una actividad cuya trascendencia en lo tocante a la vida del espíritu, si bien puesta en entredicho por la cerril catadura de esta época irremisiblemente mercurial y grosera, no deja de ser un postulado definitivamente establecido

Creo en la literatura, me anima la certidumbre de que resulta indispensablea toda sociedad civilizada y que la necesitamos tan desesperadamente como el pan. Avanzo a más y opino que quienes no han conocido la dicha que procura, quienes no han podido o no han querido beneficiarse con su trato, crecer y transformarse al impulso fecundante de su aliento, sólo pueden a medias llamarse humanos. Y por la misma razón que la distingo hasta el extremo de convertirme en su más fervoroso apologista, me doy complacido a la tarea –suerte de Santa Cruzada a la que nadie me convocó– de defenderla no de aquellos a los que por uno u otro motivo les tiene sin cuidado, sino rompiendo lanzas contra los que supuestamente cierran filas en la tropa de sus más incondicionales admiradores, pero que en realidad admiran, sin caer en cuenta de su error, algo que de literatura apenas tiene el nombre.

Traeré a la arena de esta cavilación una realidad que no me parece discutible: la literatura surge de la vida y afinca sus raíces –por alto que después levante el vuelo– en los áridos cuanto prosaicos territorios de la experiencia cotidiana. De manera que si atendemos a la anécdota, a la historia, a lo que se nos cuenta, nada impide que cualquier aspecto de la existencia humana sea objeto de poética fabulación; fabulación que no tenemos por qué relanzar siempre que la escritura, respondiendo a su insobornable espesor verbal, a su indeclinable auto-referencialidad, a su evocativa manera de aludir al plano de la vida ordinaria, nos presente a esta última con la complejidad, sutileza de color, connotativa tesitura y simbólica densidad que nos invitan a reasumir lo histórico y factual, a revisarlo y reconstruirlo desde la mágica dimensión de la palabra. Lo específico e insustituible del fenómeno literario es abrir un inexplorado espacio de encuentro del hombre con el universo que favorezca una nueva manera de entender nuestra misión en el mundo infundiendo a nuestro quehacer de hombres significado y plenitud, y que, por consiguiente, nos ayude a dirigir nuestros pasos hacia aquellos rumbos utópicos que la intuición sensible, intelectual e imaginativa del creador ha puesto al descubierto.

El asunto sobre el cual bordar literariamente puede variar hasta el infinito. La posibilidad de temas que la vida ofrece al autor son incontables. Pero lo que jamás debemos perder de vista es que siempre que nos enfrentamos a un genuino texto literario la historia narrada sirve para gestar un prodigioso orbe imaginario y nunca dicha ficción se sacrifica a la necesidad de explayar un argumento, una ideología o una doctrina. El compromiso del escritor es con la crítica global y honda a los fundamentos de la existencia. La eficacia literaria de su obra depende de que asuma pareja postura. Su potencia real de transformación va a estar igualmente subordinado a que, al abrir los portones del espíritu a los soplos fecundos de su propia “verdad”, se distancie suficientemente el escritor –aunque sin cortar nunca todas las amarras– de los farallones amenazantes de lo actual e inmediato, inmediatez y actualidad que por la urgencia con que nos golpea y las restricciones a que nos somete entretienen la mirada con simulacros que desvían de las esencias, del panorama de lo humano en sus más feraces y desconcertantes dominios.

Cuando la literatura se convierte en simple pretexto para combatir por ideas subordinadas a las contingencias del momento, cuando se la utiliza como instrumento para la acción, suele el hecho literario desnaturalizarse, degradarse hasta el extremo de que se ve incapacitada la obra de cumplir la función regeneradora para la que, no sólo en el plano de la imaginación y la fruición estética, sino también en el de la proyección social concreta estaba destinada.

La buena literatura política –que la hay– es primero literatura y luego aquelarre político. La buena literatura social es primero literatura y luego denuncia despiadada de los vicios sociales. Cuando los términos se invierten quien sale perdiendo es –ningún trabajo costará comprobarlo– la literatura y el espíritu humano que a causa de tan infortunada aberración queda huérfano de su luz. Evitar semejante despropósito se me antoja el principal compromiso –con su época y con las futuras generaciones– de un escritor que se respete.

Ahora bien, me cuento en el número de los que entienden que sin eso que llamamos belleza no puede haber arte ni literatura. Por ende,no conviene seguir hurtando el cuerpo a la tarea de descalificar los reparos de quienes afirman –hoy son legión- que la belleza es categoría estética vetusta, antañona, fruto de arcaica mentalidad normativa que arbitrariamente se creyó con la autoridad de prescribir en el terreno artístico lo que es digno de encomio o vituperio; empresa a la que en los tiempos que corren todavía se precipitan los celosos partidarios de lo bello exaltando paradigmas, conformando un canon al que, desde luego, un nutrido conjunto de creaciones contemporáneas de reconocida nombradía no se ajusta ni por equivocación.

¿Cómo recusar a quienes pertrechados de tan buida lógica razonan?… A guisa de preludio, zambulléndonos de una vez por todas en aguas turbulentas, podríamos acaso procurar deshacer un malentendido que suele embrollar la cuestión –delicada si las hay– del significado de la belleza, cuestión que sin alborozo me veo precisado a poner en candelero: es imperativo prevenir el riesgo al que tantos teorizadores sucumben de confundir en la esfera de la estética dos realidades diferentes: el tema de la obra con el enfoque o manera empleadospor el autor para plasmar en específica materia el aludido tema.

Si no partimos estableciendo un inequívoco deslinde entre esos dos planos de la creación (los desacreditados forma y contenido), nos será imposible comprender por qué un asunto trivial, asqueroso o aterrador puede, no obstante, cuando el dotado artista o escritor lo ha sabido trabajar, convertirse en vigorosa manifestación artística ante cuyos primores expresivos, es decir, ante cuya belleza no cabe permanecer indiferentes. Porque la belleza –de ello estoy persuadido– revelándose siempre como infinitamente múltiple y variada, procede, sin embargo, de una única excelsa y eterna fontana espiritual; y a ese venero misterioso a que acude reverente el alma tras el rastro de sus propios orígenes indefectiblemente nos deriva el poema, la sonata o el cuadro, sin que venga a cuento cuáles han sido los accidentes y circunstancias que condicionaron, en el espacio aleatorio de los valores histórico-culturales, su gestación.

Así pues, en lo que me concierne, lejos estoy de suscribir la opinión de quienes aseveran que el concepto de belleza sólo puede ser empleado con legitimidad para definir cierto tipo de arte circunscrito geográfica y cronológicamente, aquel incurso en las coordenadas de lo clásico greco-romano o renacentista… La belleza que se nos ofrece con talante de gracia, mesura y serenidad es sólo un género de belleza, uno de los semblantes posibles que ésta suele adoptar: el que mana de esa zona de la sensibilidad que podríamos calificar como la más gentil, refinada, amable y sonriente.

Mas la experiencia humana –y esto lo sabían los antiguos mejor que nadie y lo sabía Nietszche– no es sólo flor y aroma. Hechos terribles, acontecimientos dolorosos, repulsivos apetitos son parte también de nuestro cortejo de vivencias. Y el arte, sea literario o de otra índole, tiene el deber de extraer los dulzores de la hermosura de esa extraviada mies, de esa cosecha amarga… No es otra la razón de que valiéndose de un asunto o argumento dilacerante, colocándonos frente a la ruindad o la desesperanza, logra el artista genial conjurar una criatura imaginaria que, porque nos transporta a la dimensión de las certezas esenciales, al plano de la verdad indiscutible que las formas expresan, la juzgamos sencillamente radiante y placentera, en suma, sorprendente, exultante, reveladora.

Trueca el arte la fealdad con la que topamos a diario en asombrosa fealdad arquetípica que, tan pronto deja de ser mera vulgaridad, mera bajeza, mera grosería, adquiere en las latitudes de la imaginación los atributos de modelo inimitable, esto es, esa perfección y absoluta coherencia a la que sólo la actividad creadora es capaz de acceder en la enigmática esfera de la fabulación. He aquí la explicación de que, mencionémoslo apenas por vía de ejemplo, la pintura negra de Goya, por espeluznante que nos parezca, nunca dejará de fascinar.

Y, de fijo, se desprende de lo que acabamos de referir que la literatura y el arte contribuyen al saneamiento de las costumbres, a la higiene moral de la sociedad. Como aseguraba cierto destacado filósofo cuyo nombre mi ingratitud olvida “El valor moral del arte reside en su función elevadora, no en su contenido edificante”. En efecto, cumple el arte una función aleccionadora de primera magnitud en lo que a las pautas de la conducta civilizada atañe no porque el artista se proponga trasmitir de manera explícita un mensaje de bien, sino en virtud de que la belleza –alquimista prodigiosa– siempre trasmuta en oro el más despreciable metal…, y como la belleza redime, el hambre de bellezaque la familiaridad con las creaciones artísticas prohija, sin que de ello nos percatemos, pule las asperezas y rugosidades del carácter por mucho que sea éste propenso a la abyección y la estulticia.

Sentenciaba Unamuno que “Uno de los fines del arte, acaso el principal, es levantarnos sobre la vulgaridad y libertarnos de ella.”. Y añado yo que porque nos emancipa de la vulgaridad nos hace mejores… De lo que resultará fácil colegir que el quehacer artístico y literario no ha sido nunca un lujo, oropel ocioso del cual podamos despojarnos como de un tocado pasado de moda o de unos zarcillos rotos.

El arte es la flor de la cultura de cualquier sociedad. Planta que no florece no se reproduce. De modo que, aun aceptando la monstruosa hipótesis de una civilización desentendida por entero del resplandor de las formas, semejante aborto de la historia, de puro estéril terminaría por desaparecer.

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