La literatura como arte: meditaciones iconoclastas

La literatura como arte: meditaciones iconoclastas

POR LEÓN DAVID
La superficialidad está de moda. ¿Cómo no iba a estarlo? Vivimos época agitada, desconcertante, confusa. Literalmente asediado por la información, solicitado por mil estímulos externos que, vociferante ejército, amenazan con invadir el sagrado territorio de la conciencia, el hombre de hoy se entrega jubiloso al torbellino incontenible de sus impresiones, creyendo que al obrar así -¡cuánto se equivoca!- es él quien imprime a la nave el rumbo que desea sin reparar en que el que manda es el enemigo astuto que a modo de quinta columna ha logrado infiltrarse en sus bastiones.

Por modo vertiginoso se suceden los cambios. Se nos presenta el mundo –merced a la eficacia de los medios de comunicación– cual gigantesco teatro o inverosímil feria en donde la aberración, lo extravagante y lo insólito, de puro familiar y reiterado, cosa trivial parece. En la pantalla de la televisión el anuncio de un conocido detergente se explaya –indiferencia impúdica– a seguidas de la noticia del espantoso terremoto. Luego de las escenas escalofriantes y brutales de un sorpresivo conflicto bélico, el rostro sonriente de una mujer hermosa nos pondera las inigualables virtudes de una pasta dental… Los hechos graves y los sucesos anodinos acuden siempre juntos o, peor aún, revueltos, de modo que insensiblemente se nos va embotando el juicio hasta el extremo de que llegamos a perder la capacidad de diferenciar lo importante de lo intrascendente, de separar el grano de la cáscara…, delicias de la pos-modernidad y de la globalización.

La sociedad en la que estamos inmersos, cual celosa e impulsiva cónyuge, minuto a minuto reclama excluyente atención; y para ello no duda en emplear métodos escabrosos y refinadas seducciones. Así se ha convertido el planeta en un inmenso escaparate desde el que nos intentan vender los mercaderes de símbolos y artificiales paraísos sus rutilantes baratijas. Y en el asalto a los torreones del cliente cualquier estratagema es válida.Pero ninguna tan efectiva como la novedad. En medio del tumulto de sensaciones heteróclitas en el que se debate nuestro espíritu, el último impacto registrado es el que tiene mayores probabilidades de aceptación. Surge entonces la moda, o sea, la sacralización de lo efímero, el culto a la primicia, la religión de la mudanza, moda que inunda nuestra existencia y por todos los poros la satura con imágenes fugaces cuyos engañosos perfiles, apenas entrevistos, se disuelven.

Trocar las apariencias, ése es el lema. Triunfa el que atina a convencernos de quetrae algo distinto, algo que a nada de lo acostumbrado se asemeja. Porque es aquí donde la otra cara de la moneda asoma: la necesidad de subsistir obliga al común de la gente a arrastrar en los suburbios grises de la medianía una existencia opaca signada por el tedio y la urticante ausencia de principios alígeros y luminosos ideales. Prolonga cada día la rutina insufrible del anterior. Por forzado compromiso éste trabaja, no por el goce estimulante de la tarea que ejecuta. ¿Escoge su carrera el estudiante aquél para convertirse en buen profesional? No: como vía de medro y usufructo. ¿Adquiere estotro el cuadro del conocido artista porque estremezcan su alma sus colores? No, fue que el vecino colgó uno semejante en las paredes. ¿Toma en sus manos el lector la novela famosa para dar alimento a la emoción y avivar la llama de la fantasía? ¡Pamplinas! Para presumir de culto lo hace y no porque disfrute la ficción.

A la monotonía insoportable de la vida real sólo escapa el hombre ordinario, el homúnculo, sumergiéndose en el océano de incitaciones persuasivas, provocaciones maliciosas y sonrientes apremios que el medio que le circunda pone al alcance de su mano… ¿Se siente deprimida la señora en su opulenta mansión? Pues al centro comercial se dirige, compra, compra, compra, y ¡santo remedio! ¿Bosteza aburrido el mozalbete y no sabe qué hacer? ¡Qué desperdicio!: Ahí tiene el cine, la discoteca, la mesa del club con los amigos, la revista pornográfica, la televisión con el hechizo del cable que al orbe entero es capaz de introducir en la pantalla, el ordenador para navegar en el ciberespacio. ¿Está abatida la chica que acaba de reñir con el novio? Lea la novelita rosa, ojee alguna revista “femenina”, escuche a todo volumen el último disco compacto con la canción que hace furor en Norteamérica, salga a mirar vitrinas o a engullir un helado…

Que penosa, que terriblemente desconsoladora y triste es esta época en la que se nos asegura la felicidad con tal de que nos bañemos con una marca de jabón, en la que se nos promete la salud siempre y cuando consumamos en el desayuno cierto tipo de cereal, en la que se nos garantiza infalible poder de seducción con sólo acudir al solícito auxilio de determinado desodorante.

En esta llamada sociedad de consumo, además de los alimentos, objetos y serviciosde los que no podemos prescindir, está en venta sobre el lustroso mostrador todo lo que se supone puede atraer al público: información, conocimiento, sueños, ilusiones, goce sensual, distracción y olvido…, sí olvido, toneladas de olvido, letargo y evasión. Los productos están delante de nosotros, accesibles y a módico precio; basta echar un vistazo a nuestro alrededor y decidirnos por el que se ajuste a nuestras preferencias y no escarmiente demasiado al bolsillo.

Cómo no iba el hombre contemporáneo a perder su espesor, su densidad existencial, cuando la sociedad conspira para que, volviendo las espaldas a la genuina aspiración que atesora el alma, se abandone hipnotizado a espejismos que emborrachan, exasperan, tientan y convidan. Quien vive pendiente de lo que le circunda, de tanto extraviarse en las cosas que le solicitan, termina por romper las amarras frágiles que le atan al puerto seguro de su mismidad; bórranse sus rasgos en el anonimato de un rostro colectivo cuyo inexpresivo gesto congelado trae por fuerza a la memoria la imagen artificiosamente vacíadel maniquí de la tienda de ropa. ¿Tendrá vida interior el que su energía, en la simple degustación del externo acaecer y de la realidad virtual de las imágenes, malversa y despilfarra? Lo que de afuera azuza, en la medida en que se propone despertar el apetito burdo, el instinto reprimido y la pasión atropellada, no calma el hambre sino al precio de aguijonear el deseo que pensábamos, luego del hartazgo, definitivamente complacido. La insatisfacción permanente, con su secuela de agresividad y frustración, es el destino fatal de quien, sin resistencia alguna, se aviene a la frenética orgía –mascarada de mitos envueltos en celofán– con la que pretenden los mercaderes de la felicidad, los especialistas de la dicha y el goce engatusarnos.

Superficial es el hombre de nuestra época porque sólo superficie y follaje quedan al que ha renunciado a echar raíz en los predios inviolables del espíritu. Nada tiene que dar el que se ha acostumbrado a recibir; nada tiene que proponer a la locomotorael que sólo ha sabido ser vagón; nada puede juzgar ni valorar quien a falta de ponderación inteligente, con el gesto convencional del hábito y el ademán mecánico del títere reacciona… La superficialidad está de moda: no juzgues con tu propia cabeza; no sientas con tus propias entrañas; no fabules con tu propia imaginación…, déjate tan solo llevar, flota en el oleaje, que otros por ti hacen el trabajo; limítate a seguir al pie de la letra esta consigna: consume y compra. No tardarás, amigo mío, en estar a la moda…

Tiempo es ya, sin embargo, de que con la pluma engrifada y el ánimo encrespado rompa lanzas a favor del arte y la literatura, empresa que con denuedo acometeré, pues si la buena fortuna me acompaña no me hallaré desvalido de atendibles razones en esa expuesta lid.

De las viudas y huérfanos que el generoso caballero andante se obliga a rescatar participando en singular combate contra rufianes, gigantes y encantadores, ninguna criatura luce tan inerme, tan vilipendiada y vulnerable, tan necesitada del socorro de un noble campeón como la tímida doncella denominada creación artística.

¿Exagero? De ningún modo. Temo, en contraste, no haber cargado suficientemente las tintas al subrayar el desalentador menosprecio que al hombre del común –no por enemistado con la sana lectura menos respetable– merece el oficio del artista y del literato. Me asalta la sospecha de que la gente seria (y también la que no lo es pero que al muelle de la seriedad presume arrimar sus bajeles) no está dispuesta a aceptar que el escritor desempeña, al igual que otro trabajador especializado cualquiera, una labor provechosa para la sociedad; no les pasa por las mientes a estos señores que con el pincel, el buril o el cálamo puede llevarse a cabo tarea tan útil y honorable como la que adelantan, pongamos por caso, el ingeniero emprendedor, el abogado talentoso o el galeno experimentado; no comprenden que en lo que atañe al bienestar que nos reporta y al enriquecimiento civilizador que nos procura, evidenciase tan sustanciosa la égloga sencilla como el imponente rascacielos, tan válido resulta la imaginaria verdad de la novela como el convincente alegato judicial, tanto monta, bien miradas las cosas, el cuadro apasionado del pintor como el acertado diagnóstico de nuestro médico de cabecera. Porque –nos lo recuerda la vieja sabiduría bíblica– “no sólo de pan vive el hombre”…, y después de conseguido el pan, no antes, es cuando la vida, alzándose al plano de la perfección estética y la libertad espiritual, nos obsequia sus ocultos primores.

Pero hagamos a un lado el apresuramiento, entremos en materia por donde conviene hacerlo: uno de los más frecuentes reparos a los que suele acudir el entusiasta de las “actitudes prácticas”, el que se ufana de “tener los pies sobre la tierra”, cuando no sin severidad enjuicia la actividad literaria y artística se contrae a proclamar que cuantos se consagran al arte de la palabra desarrollan una faena que tasada en términos de rendimiento metálico y sonante cabe ser calificada de improductiva… El humilde zapatero remendón desempeña una labor útil que a todos aprovecha; es obvio que otro tanto sucede con la mayoría de los oficios y de las profesiones, desde la de maestro de escuela a la de leñador, desde la de pastor de cabras y barbero a la de próspero comerciante e industrial moderno y exitoso. Adelanta la sociedad en su conjunto con las fatigas de cada uno de estos individuos más o menos anónimos cuyo esfuerzo callado, metódico, tenaz, se transforma en bienes tangibles de los que, a diferencia del ermitaño en su retiro silvestre y silencioso, no sabríamos prescindir.

Mas ¿qué ocurre con el literato? ¿En qué contribuye un verso a aliviar la situación del obrero fabril? ¿De qué manera alivia una metáfora la pesada carga del campesino? ¿Torna acaso menos enfadosa la cronometrada rutina del burócrata la euritmia de una frase? Desentendiéndonos del frívolo placer que puedan suscitar las piruetas lingüísticas del escritor, ¿impulsan acaso sus caprichosas invenciones el progreso económico y la bienandanza social? ¿Acrecientan sus fantasías y ensoñaciones nebulosas el tesoro de la nación?… Por seguro que no, responden precipitadamente los que censuran el arte de Góngora y Cervantes. Y la inapelable sentencia admonitoria aflora de inmediato a sus labios: no es el del literato oficio de gente responsable y correcta sino ocupación intrascendente destinada a entretener el ocio de ciertas extravagantes minorías.

¿Qué tengo que decir al respecto? Para empezar, que semejante doctrina, a todas luces insostenible, incurre, antes que en tosco pragmatismo, en absoluta, en irredimible zafiedad. Es la literatura tan necesaria y útil para el progreso de los pueblos como lo puede ser la ingeniería de sistemas, la química molecular o las matemáticas. El regocijo que el arte del escritor nos proporciona no merma en un ápice el valor de la creación literaria, sino que, por el contrario, lo eleva y consolida. ¿O es que acaso la dignidad de la profesión ejercida es inversamente proporcional al aburrimiento que nos procura o a las mortificaciones y sacrificios que acompañan a su diaria realización? ¿Es menos nutritivo el pan que la sonrisa gana que el que se obtiene con “el sudor de la frente?… Tan masoquista concepción del quehacer humano que se empeña en ponderar la virtud del trabajo cuanto más penoso y desagradable es no congenia –tengo que confesarlo– con mi temperamento escasamente avezado en las voluptuosidades del ascetismo.

Empero, aunque es su esencial propósito, no radica el aporte civilizador de la literatura en el mero regocijo estético que toda página gallarda hace germinar en nuestro fuero íntimo, sino que, además, su beneficio se relaciona con la naturaleza lingüística del texto literario, con su descomunal poder expresivo, con su concentrada e inagotable irradiación semántica, atributos que impelen al lector a abandonar los fáciles atajos del pensamiento convencional y de las formulaciones trilladas e indigentes y a someterse a la desentumecedora gimnasia intelectual de una palabra que, explosiva, impredecible, sacude la imaginación, remece las ideas y zarandea el órgano a menudo atrofiado de nuestras emociones.

Continuará…

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