La literatura como campo de batalla

La literatura como campo de batalla

 POR LUIS O. BREA FRANCO
¿Qué podía hacer la nueva generación que asomaba al horizonte de la historia en la cuarta década del siglo XIX, en una sociedad como la rusa, dominada por una visión absolutista, que imponía como única posibilidad viable de vida la aceptación de la arbitrariedad, la opresión y la intolerancia; que imponía la explotación sin remedio, desde una visión obcecada de la tradición, a una gran masa indefensa de campesinos, que eran considerados, pura y simplemente, como “propiedad bautizada” -perspectiva santificada por la autoridad de una iglesia casi analfabeta, dominada por un Estado en manos de una reducida burocracia parcialmente occidentalizada, ineficaz y corrompida, cuyo objetivo era perpetuar el atraso?

Ante todo, la nueva generación –como todas- debía explorar el ámbito social en que aparecía; debía intentar definir la amplitud de su espacio intelectual y situarse en un determinado lugar; debía consumir tiempo y esfuerzos para comprender y asimilar su contexto histórico inmediato: despejar y reinterpretar su pasado y explorar las posibilidades que tenía por delante de descubrir y asumir cuál podría ser su misión en una sociedad que, de momento, le negaba la oportunidad de aligerar las cadenas que imponía el status quo. 

Las posibilidades que se les presentaban eran reducidas, y todas dolorosas: podían abandonar el país para siempre, exiliarse, con lo que perderían no sólo sus bienes, sino sobre todo, menoscabarían su sentido de pertenencia a la propia cultura y a la lengua de sus antepasados; o podían permanecer y sucumbir arropados por la miseria moral, la desesperanza y el abandono; o podían, quizás, ahogarse autodestructivamente en algún vicio o perversión, o caer en un corrosivo cinismo; podían, también, decidirse a permanecer como presentes ausentes: dar la espalda a la dura realidad, dedicarse a edificar sueños, a erigir castillos de arena en el aire.

Algunos -dentro de la muy exigua minoría de personas educadas, occidentalizadas, que se movían en una cultura que se expresaba fundamentalmente en francés o en alemán- descubrieron que podían permanecer refugiándose en la fantasía, en el ejercicio de la imaginación, que podían consolidar una existencia comprometida con sus circunstancias a través de la creación artística o literaria. 

Esta vía fue la transitada por los mejor dotados y creativos, que no se sentían con fuerzas suficientes para renunciar a la propia cultura y a su identidad radicándose en el exterior. 

Permanecieron en el país como una elite aislada, huérfana de apoyo popular, sin capacidad para comunicarse con el pueblo llano. Concentraron, entonces, sus energías reformadoras en cumplir la ardua tarea de describir, analizar y representar la ríspida, difícil, cruda, realidad que se vivía en el campo y en las ciudades. 

Se dedicaron con todo el poderío que les otorgaba sus geniales capacidades creativas a sensibilizar a las elites ociosas, representando a través del filtro mágico del arte, la auténtica realidad de Rusia y de su sufrido pueblo. Decidieron encarnar con la palabra, en imágenes plenas, refulgentes, perfectas, la realidad que eran incapaces de modificar. 

El aislamiento de su situación lo describe el crítico Belinski: “El pueblo nota la falta de patatas, pero no la ausencia de una constitución”. 

Sin duda, aquellos jóvenes vislumbraron trágicamente que en Rusia no había condiciones sociales para realizar las reformas liberales que anhelaban, pero, también comprendieron que aún así no podían dejar de soñar. Por ello transformaron la literatura y la crítica literaria en su campo de batalla: “les faltaba toda esperanza, pero querían la verdad”.

Esta generación desdichada, tan fértil de grandes obras literarias, elabora la figura de un tipo humano característico que la representa: el “hombre superfluo”. 

Este encarna como protagonista de sus novelas en la persona de un noble o un terrateniente, de un intelectual o de un pequeño burgués. 

El “hombre superfluo” personifica un ser humano aislado del viviente tejido social, que aspira a modificar la pesada atmósfera de su época, pero, pronto descubre que ya no cree en nada ni en nadie, que no tiene razón de ser. Empero, no puede prescindir de cuestionarse acerca del sentido de la existencia, sobre la existencia de Dios, sobre los valores de su cultura y de su circunstancia. Se cuestionaban sobre el papel de la ciencia y la racionalidad en el conocimiento de la realidad, sobre las bases subjetivas de las creencias, sobre el origen de las emociones, los sentimientos o la voluntad. 

Actúan como seres humanos racionales, empero, se diluyen, se disuelven en un no-actuar, en un ocio improductivo, dedicados a pequeñeces sin importancia, a saltar de una cosa a la otra en total extravío o se entregaban totalmente a la depravación y la podredumbre. Como observa con agudeza George Steiner, “todos los personajes de Dostoievski –y esto, pienso yo, podría decirse, en general, de todos los personajes de las obras de esta generación- siempre tienen tiempo para el caos”.

La figura emblemática de este tipo humano la elabora Iván Goncharov en su novela: “Oblómov”, de 1858. Oblómov es un noble joven y generoso, que es incapaz de hacer nada con su vida. A lo largo de la novela raramente sale de su habitación donde permanece “en posición horizontal” en un diván, entregado a sus fantasías con las que intenta esquivar los problemas y obligaciones que le llegan del mundo real que vibra fuera. Esta novela fue muy popular en su tiempo, y muchos de sus personajes y situaciones dejaron huellas persistentes en la cultura y en la lengua, transformándose el nombre del protagonista en metáfora que describía a quien adopta una actitud pasiva e indecisa en la existencia. En la época se llegó a hablar de “oblomovismo”.

El “hombre superfluo”, empero, aparece en casi todos los escritores; muchos de los principales personajes de las más poderosas obras literarias de esta generación coinciden con la imagen: desde el Lensky de Pushkin, pasando por Pierre Bezokhov y Levin, protagonistas de obras de Tolstoi, pasando por los principales personajes de las novelas de Turguenev y de Dostoievski. Constituye como un “idealista desconcertado”: como un ser humano sensible, puro, conmovedoramente ingenuo, víctima de circunstancias que pudieron no haber ocurrido, pero que acontecieron destrozando sus vidas.

En “Demonios”, Dostoievski adelanta la figura tragicómica de Stepan Trofimovich Verhovenski, padre del jefe de los conspiradores, Piötr. Éste representa la figura irónicamente deformada del tipo de intelectual liberal que aparece en los años cuarenta del siglo XIX. En el caso de “Demonios”, la vida de Stepan Trofimovich permite al autor desplegar el hilo de la trama. 

Stepan Trofimovich es una fiel encarnación del tipo de “hombre superfluo”. En el primer capítulo de la novela confiesa aterrado al narrador: “Amigo mío, he descubierto una… novedad terrible para mí: Je suis un simple parasito, et rien de plus! Mais r-r-rien de plus”. 

El personaje cobra plena conciencia, sólo entonces -en el año en que se desenvuelve la trama: en 1869- que en su existencia no ha sido otra cosa que un hombre superfluo, ¡un inútil, y nada más!

Su vida se vio destrozada por un “torbellino de circunstancias coincidentes” e intenta presentarse ante la nueva generación de nihilistas como “un reproche encarnado” ante las difíciles circunstancias que imperaban en su tiempo. 

La generación liberal de los años cuarenta fue marcada por los ideales románticos. Desde ellos cobraron consciencia de la unidad nacional y despertaron a la necesidad de construir Rusia como una gran nación europea. Lo importante y determinante para ellos fue llegar a plantearse la problemática sobre cuál podría ser la misión de Rusia en la historia universal, y cuál habría de ser la justificación trascendental de la existencia del pueblo ruso y de su cultura.

El cenit histórico de esta generación fue el año de 1848. Entonces se intentó en Europa realizar la gran revolución social; empero, éste, también, fue el momento en que se constató el fracaso de esta vía en una Europa gobernada por la gran burguesía financiera e industrial.

En ese año las masas proletarias encabezadas por los líderes de los partidos liberales intentaron revertir las difíciles condiciones de vida que la Restauración les había impuesto. Sólo en Rusia esa fecha pasó sin rumor de pueblo. 

Sin embargo, las consecuencias del fracaso de la revolución sí se dejaron sentir en toda Europa, incluyendo a Rusia: el intento de transformar el sistema social a partir de una revolución liberal-proletaria, cambió la percepción y el sentir de muchos liberales; hubo quienes con sentido oportunista cosecharon los frutos de este fracaso, abandonando las masas proletarias y aliándose a las fuerzas reaccionarias para cerrar toda posibilidad de éxito a otra revolución; otros cayeron en una desilusión profunda y comenzaron a poner en duda las bases mismas de la idea de que el sentido de la historia estriba en el triunfo de la luz sobre las tinieblas, esto es, en el triunfo del progreso indetenible de las fuerzas del bien, que se postulaba como el luminoso futuro de la humanidad desde la Ilustración, en el siglo XVIII.

En el caso específico de Rusia, las generaciones posteriores a la liberal de los años cuarenta, cobraron conciencia que debían trascender esta perspectiva y comenzar a desarrollar una óptica política y social propia, adecuada a solucionar los concretos y específicos problemas de su patria.

Herzen -que vivía en el exilio en Europa y sintió el fracaso de la revolución de 1848 como el hundimiento de los ideales de su generación- subraya en sus memorias la ruptura que se produjo desde entonces, entre la generación liberal de los años cuarenta y la subsiguiente, la nihilista de los años sesenta, que reprochaba inercia y vacilación a la primera: “Vosotros sois hipócritas, nosotros seremos cínicos; vosotros hablabais como moralistas, nosotros hablaremos como canallas; vosotros fuiste corteses ante vuestros superiores y rudos ante vuestros inferiores, nosotros seremos rudos ante todos; vosotros os inclinabais sin sentir respeto, nosotros empujaremos y daremos tirones sin pedir disculpas”.

Después del año 1848, prácticamente, los liberales se transformaron en cínicos: “aplaudían los principios liberales y azotaban a sus siervos”. 

El autor es filósofo

lobrea@mac.com

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