La lluvia de Don Fabio

La lluvia de Don Fabio

PEDRO GIL ITURBIDES
Días antes de su deceso recordaba don Fabio Herrera Cabral uno de esos incendios acaecidos a fines del decenio de 1950, por el cual rememoró una antigua tradición. El país no estaba entonces, como no se encuentra ahora, preparado para combatir y extinguir fuegos forestales. De manera que él confiaba en que la hoguera desatada en estribaciones montañosas cercanas a San José de Ocoa no se expandiera. En su fuero interno, además, confió la diligencia a la oración.

Por siglos, el dominicano dependió de este medio para interrumpir las prolongadas sequías. Todavía hasta hace tres o cuatro decenios era frecuente hallar en caminos y carreteras una procesión de personas que clamaban por un buen aguacero. Cánticos de lamentaciones y ruegos se elevaban entonces, a la espera de ser escuchados por el Creador. Con risueña expresión pese a que frisaba los noventa y siete años, don Fabio confesaba que, de algún modo dependió de esta tradición.

No se enlistó en una procesión, sin embargo. Aunque no debe dudarse que los moradores de aquellas lomas ocoeñas, dedicaron algunas horas a este clamor.

Después de todo, ésta es una de esas costumbres que heredamos de los conquistadores y que se encuentran recogidas por don Miguel de Cervantes y Saavedra.

Dice el celebrado autor que don Quijote de la Mancha hizo tablas, cansado de su lucha con un campesino pendenciero que lo había molido a palos. Pero en poniéndose de pie, contempló en lontananza «muchos hombres vestidos de blanco, a modo de disciplinantes… Era el caso que aquel año habían las nubes negado su rocío a la tierra, y por todos los lugares de aquella

comarca se hacían procesiones, rogativas y disciplinas, pidiendo a Dios abriese las manos de su misericordia y les lloviese…»

En sus recuerdos de mocedad cargaba don Fabio con aquellas vivencias y colocado ahora ante el invencible incendio, no dejó de pensar en esas oraciones. Debió compartir la creencia, pues el artículo publicado por este diario el día mismo de su velatorio y entierro, recuerda que tan pronto se hizo presente la lluvia, dirigió telegrama al coronel Rodríguez Reyes.

«Oración escuchada. Llovió», fue el escueto mensaje, respondido con otro aún más breve: «Amén».

Tras casi medio siglo de labores en el sector público, don Fabio tenía mucho por contar. La anécdota relacionada con un incendio ocasional en zona de montañas es, apenas, una insignificancia. A la espera del llamado del Señor, y en medio de las noticias sobre fuegos forestales, contó la historia como personal entretención. Pero no puede dudarse que será en sus memorias, cuya publicación autorizó horas antes del fallecimiento, en donde hallaremos buena parte de la historia política contemporánea.

Don Fabio fue testigo de muchos acontecimientos que todavía hoy conservan sus secretos. Sin duda atenuados sus recuerdos por el paso de los años que todo lo mengua, esa obra revelará hechos desconocidos. Y ayudará a tener una visión más próxima de hechos que cada uno de nosotros cuenta según el color del cristal con que lo mira.

Ahora que se ha ido no me queda sino recordar otra creencia popular, relativa a las lluvias que caen en el día de la muerte de alguien. Nuestros antepasados sostenían que cuando esto ocurría, era porque también los ángeles lloraban por la partida de un alma buena. Don Fabio lo fue.

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