La Última morada de los jesuitas

<p>La Última morada de los jesuitas</p>

POR ÁNGELA PEÑA
Como vivieron duermen el sueño eterno: humildemente. En su morada definitiva no hay magistrales esculturas ni imponentes mausoleos. Descansan en las entrañas de la madre tierra haciendo honor a la sentencia de que «Polvo eres y en polvo te convertirás».

Más de un centenar de jesuitas, algunos idos a destiempo, otros despedidos del mundo a edad muy avanzada, como si hubieran cumplido los años que desde la eternidad dispuso para ellos el Señor, reposan en el acogedor espacio donde el canto de las aves y el rumor de las olas  parecen acompañar la paz en que han quedado dormidos para siempre.

Los lagartos retozan bajo los corales que conducen hacia el sencillo y particular cementerio en dos tupidas filas carmín. Rosas del Perú, jazmines, gingers, naranjas, mangos, limones, almendros, palmitas, azahares, robles, álamos, tulipanes africanos, bordean las sepulturas que son ocho hileras en el suelo coronadas de cruces albas.

Bancos interiores y exteriores aguardan alumnos agradecidos, amigos, feligreses, familiares que les hacen eventual compañía a estos que conocieron en el aula, la parroquia, el cursillo, la televisión, la fábrica, la guerra, el sindicato o a los que todavía  nutren a través de la lectura luminosa de sus libros.

El camposanto de Manresa Loyola es  atractivo tanto por la gloria de los que allí yacen como por el encanto singular que representa el arrullo del mar bajo la cabecera de esos ilustres muertos.

Ángel Corta inauguró la obra el 15 de mayo de 1955. Nacido el 29 de noviembre de 1888, ingresó a la Compañía de Jesús el 1 de octubre de 1908. Estuvo en Cuba, vino a la República Dominicana y al poco tiempo falleció. Otros sacerdotes sepultados para la fecha fueron Raymundo Ortiz, fallecido en Montecristi en 1938, y Demetrio Vicente, cuyo deceso se produjo en el Santo Cerro, en 1945. Se trasladaron allí sus despojos mortales.

Entre los últimos enterrados están el padre René Abreu, cubano, que estuvo en su país natal hasta después de 1990. Vino a Manresa ya retirado. Era un eminente orador y pianista, antiguo alumno del Colegio de Belén que en los últimos años de su existir prodigioso perdió la memoria. Murió el pasado seis de febrero. Antes que él, fue el ecuatoriano Jorge Bravo, que también escogió Santo Domingo para jubilarse, aunque iba frecuentemente a su Patria. Era muy querido en la Casa de la Anunciación, donde vivió hasta que sufrió una caída, se fracturó la cadera y ya no pudo caminar. Terminó sus días en Manresa. El más reciente funeral fue el de Padre Antonio Altamira.

Decesos estremecedores

Las causas del deceso de algunos son conmovedoras. El padre Vicente Rodríguez regresaba a la santa casa bajo un torrencial aguacero de abril de 1965 cuando a la altura del kilómetro 13, un agente policial le ordenó detenerse sin que él lo advirtiera. Disparó al vehículo pero la bala hizo impacto en su nuca, matándolo al instante. Hace poco, al exhumar los restos, le fue extraído el proyectil.

El padre Luis Guicheney, por otro lado, murió ahogado al lanzarse a la playa, luego de haber intentado salvar de las furiosas aguas marinas a dos estudiantes del colegio Loyola que pasaban el día en la comunidad. Padecía del corazón por lo que, a pesar de haber vencido al embravecido mar y lanzarse a la arena con vida, le traicionó un infarto.

La muerte del padre Juan Pablo Sánchez, dominicano, fue impactante. Apenas llevaba un año de ordenado cuando un día le encontraron en su habitación sin aliento, víctima de un infarto en la casa de los jesuitas de la calle Samaná, donde residía.

En Santiago y en la PUCMM donde estudió filosofía, fue muy sentida la muerte a destiempo del padre Luis García. Allí se transportaba siempre en una moto a sus gestiones pastorales desde el Centro de Formación Agraria y Campesina (CEFASA) hasta que un camión lo embistió. Al padre José Fernández Olmo, que dirigía grupos de universitarios en el Centro Javier y participó activamente del Movimiento Fe y Alegría, también se le abalanzó un camión cuando se dirigía a una casa de retiros en México.

José María Uranga, el fundador de las Hermanas Altagracianas tan conocido por sus libros de espiritualidad, «murió de la forma más sencilla», al decir del padre Benito Blanco. Tenía su equipaje preparado para viajar a Puerto Rico y sentado en una mecedora, en su cuarto, esperaba el vehículo. Cuando subieron a avisarle la llegada del automóvil, lo encontraron sin vida.

Dos muertes que impresionaron sobremanera a los religiosos fueron las de Pascual y Leticia Batista, de Dicayagua, Jánico, que partieron de la vida el mismo día 18 de mayo de 2006, ella octogenaria. Ambos guardaban cama, él en la Compañía de Jesús, a la que pertenecía. Como ella hay contados familiares de sacerdotes allí enterrados.

Monseñor Fernando Azcárate fue prácticamente a morir a Manresa al retirarse como obispo. Un caso parecido fue el del padre Mariano Ruiz, que pasó toda su vida en Cuba, pero con su corazón y sus riñones destrozados, muy débil, pidió que lo trajeran a Manresa donde murió 15 días después de su llegada, era hermano de otro jesuita, Ceferino, ex rector del Politécnico de San Cristóbal.

Un funeral poco común en ese modelo de quietud y sencillez fue el de padre Fernando de La Torriente, que por haber sido capellán de la Marina, fue enterrado con honores militares rendidos por un batallón de ese cuerpo.

Héroes y santos

Fueron genios, héroes, santos, pioneros. El padre Juan Montalvo, de Moca, fallecido a los 42 años, iba a ser el primer dominicano elegido Provincial de la Compañía cuando le sorprendió la muerte. Él y el padre Felipe Arroyo están entre los fundadores de la Universidad Católica Madre y Maestra, de la que fueron profesores y decanos.

Allí descansan el heroico Manuel Quintero, que estuvo 60 años de enfermero, Emilio Rasco, profesor de la Universidad Gregoriana, especialista en Sagradas Escrituras, especialmente en el Evangelio de San Lucas; Daniel Baldor, hermano del célebre autor del texto de álgebra, que fue rector del Colegio de Belén y Provincial en Manresa hasta que murió ofreciendo retiros; el hermano Aquilino Gutiérrez, fundador de la popular heladería que estuvo abierta al público hasta hace pocos años allá en Manresa.

También Luis Taveras, de los primeros dominicanos jesuitas, al igual que Ubaldo Núñez, ex miembro de la Universidad Gregoriana. Allí descansan los famosos padres Fernando Arango, orientador de jóvenes, creador de la Juventud Obrera Católica (JOC) y el padre Luis González Posada, que obtuvo de Trujillo aquel ensoñador paraíso. Preceptor de Ramfis, hijo del Generalísimo, introductor de los famosos retiros espirituales que casi se convirtieron en obligación durante la tiranía, se distanció del régimen en 1957 refugiándose en Puerto Rico de donde regresó enfermo. En la cercana Antilla también adquirió fama por sus retiros «Mundo mejor», en Aibonito. Nacido en 1913, cuando retornó a la República despedía las noches por televisión con un «Duerme tranquilo». Murió en 1991.

Cada difunto tiene un meritorio historial de aportes, hazañas, servicios. El poeta y arquitecto Alejo Seco estuvo en China y vino en 1948 expulsado por la revolución. Gustavo Amigó fue nada menos que capellán de los masones del Distrito Nacional. El padre Ángel Arias creó el famoso Politécnico de San Cristóbal y Martín Egusquinza el liceo nocturno de Herrera, «a fuerza de constancia». Un cáncer le consumió los ojos, la nariz. «Jamás se quejó, murió como un santo», recuerda el padre Benito Blanco.

Francisco Guzmán fue el capellán de Fidel Castro en Sierra Maestra pero luego tuvo que disfrazarse para salir de Cuba. Cipriano Cavero echó a andar a Radio Santa María, fundó Radio Marién, en Dajabón y voló en uno de los aviones de Bahía de Cochinos.

Junto a ellos se observan otras lápidas con nombres tan reconocidos como el de los sacerdotes Mariano Zaragoza, Francisco López, Valeriano Alonso, Bartolomé Malvárez, Manuel López, Alejandro Silva, José Arregui, Eugenio Ocerín, Fernando Gamazo, Francisco Barbeito, Pedro Valle, Eduardo Martínez, Marcos Pérez, Miguel Pichardo, Eulogio Vázquez, Paulino Valbuena, Ramón Calvo, Manuel Salgueiro, Nicolás Ubierna, Gerardo Vásquez, Faustino García, Pedro Prada, Cipriano Rodríguez, Eutiquio  Varona.

Además, José Sastre, Sinforiano Álvarez, Miguel A. Larruea, Antonio Valle, Vicente Tejedor, Mauricio Pinacho, Segismundo Sánchez, Mauro Paz, Plácido Llanes, Timoteo Villasur, Pablo Mendoza, Manuel Hornedo, Nicomedes Oribe, Guillermo Aguilera, Esteban Bedoya, Eligio Mariscal, Donato Canal, Joaquín Sáez Calle (seglar, padre de José Luis Sáez, SJ), Estanislao Pérez,  Secundino Vásquez, Manuel González, José Camalat, Antonio Inoa, Rafael Garrido, Feliciano Aizpuru, José Herrero, Santiago Diez Lugones, Clemente Lombo, Ignacio Arteaga, Eladio Pastor, José Parada, Matías Baz, Martín Eguzquinza, Ceferino Ruiz,  Fernando Novoa, Gonzalo Barrientos, entre otros.

Fueron cultos, sabios, desarrollaron eficaz labor pastoral y admirable misión de espiritualidad que ha sido, a fin de cuentas, lo que ha primado en el final de sus vidas. Jesús parece bendecirlos eternamente a la entrada de su morada última. La inscripción al pie de su estatua da la impresión de que ellos, en silencio, anuncian al mundo que están en presencia del Padre celestial: «Por tu cruz y por tu resurrección nos has salvado, Señor».

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