La magia de la vieja Cafetera

La magia de la vieja Cafetera

A pesar de la censura y el terror de la Era de Trujillo, todo lo que acontecía en el país encontraba la manera de llegar al mundo mágico de La Cafetera

Era diferente, muy diferente de la que ahora lleva el mismo nombre de La Cafetera y su local era una casa vecina que ya no existe; o a lo mejor es que la casa ha sido tan modificada que parece otra.

Aquella estaba llena de luz, con los pisos de mosaicos claros y pintada en su interior de blanco o arena. Tenía dos puertas de entrada: una muy ancha y otra estrecha que utilizaban los que solo iban a comprar café recién molido. La larga barra estaba en el lado Este –al contrario de cómo es ahora- y enfrente la fila de mesas, todo muy limpio y reluciente.

Un reciente artículo de José del Castillo acerca de las peñas literarias y políticas me hizo evocar la época de oro de La Cafetera (1940-1945), cuando allí en cierto sentido se cocía el caldo nacional por encima de las amarguras y los peligros que representaba la dictadura. El poeta Vigíl Díaz gustaba decir que así como París era el centro del mundo, La Cafetera era el centro del país.

Había varias peñas en La Cafetera. En la primera mesa, que estaba muy cerca de la acera, se reunía un grupo de empleados del gobierno de distinto nivel, incluidos secretarios de Estado, escritores y periodistas.

La tercera era la de “los refugiados”, como se les decía a los españoles que vinieron como exiliados políticos a fines de 1939 y principios de 1940. No conocía a todos los que allí se reunían, pero entre los mismos figuraban Baltasar Miró, Alberto de Paz y Mateos, el profesor Alaminos, el pintor Vela Zanetti, uno de los hermanos Antuña (que me parece habían llegado antes que los refugiados y tenían una tienda de camisas al lado de La Cafetera).

Vela Zanetti andaba casi siempre con una mujer muy atractiva que usaba boina y pantalones, de nacionalidad húngara o polaca según me informan ahora. Debe haber sido la primera mujer que se paseó por El Conde con esa prenda de vestir que era entonces exclusivamente para hombres, lo cual como es de suponer despertaba la curiosidad de los jóvenes y el asombro de las mujeres que la veían pasar desde sus casas.

La de nuestra peña era la cuarta con una “tanda” en la tarde y otra más larga en la noche. Entre los que asistían estaban Alfredo Lebrón, Luís Manuel Baquero, Rafael Pérez Henríquez (Pitó). Salvador Reyes Valdez, Joaquín Santana, Gay Vega, mi hermano Félix Servio y yo. También participaban a veces en la tarde Chito Henr?íquez, Carlos Curiel, Pedro Mir y otros que escapan a mi memoria.

Una tarde (creo que era noviembre de 1944) llegó Diego Bordas con una caja de zapatos envuelta en papel de La Favorita (que era la principal tienda de zapatos de la ciudad) y Félix Servio le dijo que le mostrara los zapatos que había comprado. Diego sonrió y respondió en voz muy baja que no eran zapatos sino “pura dinamita”: los primeros ejemplares de los estatutos de Juventud Revolucionaria, impresos en una pequeña prensa que tenía Julio César Martínez en La Atarazana. Por razones de seguridad, esa inocente caja de zapatos pasó la noche dentro de un saco de café en grano en La Cafetera.

A pesar de la censura y el terror que acechaban en cada esquina, todo lo que acontecía dentro o fuera del país encontraba la manera de llegar al mundo mágico de La Cafetera. Cuando en marzo de 1945 Juan José Arévalo tomó posesión de la presidencia de Guatemala, ganada en las primeras elecciones libres después del derrocamiento de la dictadura de Ubico, un resumen de su discurso tomado taquigráficamente por un radioaficionado circuló de mano en mano en La Cafetera.

Y a veces las noticias iban acompañadas de algarabía y festejos como sucedió el 30 de abril de 1945, el día que Berlín cayó bajo el empuje del ejército soviético y Hitler se suicidó en su bunker. Era el fin de la guerra en Europa y todos pensaban que el mundo de paz y libertad prometido estaba a punto de presentar credenciales; los republicanos españoles recibieron la buena nueva con júbilo pues pensaban -¡todos éramos tan ilusos!- que Franco no duraría mucho tiempo. Puestos de pie brindaron con su refresco de café (la tacita de café con agua, hielo y azúcar) y uno de ellos cantó la Marsellesa en francés con aplausos, gritos de alegría y un estruendoso ¡viva la República!

En la mesa de los funcionarios hubo gestos de sorpresa y miradas inquietas. No sabían qué hacer, si pararse e irse o mandar a callar a los enardecidos españoles antifranquistas, que ya habían provocado que dos parroquianos que tomaban café de pie en la barra se marcharan rápidamente asustados por el pequeño mitin que se estaba escenificando. Antes de que la cosa pasara a mayores uno de los eufóricos republicanos dijo en voz alta que el triunfo era también del gobierno dominicano, miembro de la alianza antifascista. Esta oportuna aclaración tranquilizó la mesa de los funcionarios y restableció la normalidad del recinto que se había visto momentáneamente alterada.

Pero no todo quedó ahí. Hubo algo más: al día siguiente la policía fue a averiguar detalles del singular incidente y Julián, el encargado del negocio, relató lo sucedido y le echó al vino toda el agua que pudo.

Las de La Cafetera eran peñas paralelas y no se mezclaban entre sí. No sé lo sucedido con la peña de la tercera mesa, aunque muchos de sus integrantes se marcharon del país en busca de trabajo y un ambiente de libertad.

La peña nuestra fue víctima a partir de julio de 1945 de las persecuciones y los asilamientos y desconozco si alguna vez, durante mi largo exilio, la misma se repitió en otras circunstancias y con otros participantes.

Ha corrido desde entonces mucha agua bajo el puente. Pero el aroma de la vieja Cafetera, de su discreto encanto conspirativo, me persigue tercamente y me hace recordar los momentos de fraterna solidaridad que transcurrieron en ese recinto de maravillas cuando uno, tontamente, creía que el mundo de la libertad y la justicia estaba al alcance de la mano.

A estas alturas confieso sin rubor que sigo siendo un poco tonto. Aun aliento la esperanza de que los sueños urdidos en la cuarta mesa de La Cafetera se puedan convertir en realidad: un país con derechos políticos e igualdad social, con educación y cultura, sin irritante sujeción al poder extranjero.

No dudo que la actual Cafetera tenga sus virtudes aunque le falta la magia de lo que Salvador Reyes Valdez -el inefable Niño Reyes- llamaba el ambiente “carey”, un adjetivo de su creación que aplicaba a las cosas que consideraba de calidad superior. Aquella, la otra Cafetera, era ciertamente un oasis de libertad en medio del árido desierto de la dictadura.

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