La mala educación

La mala educación

MARIEN ARISTY CAPITÁN
Tras descansar varios días sobre la guantera del carro sin llegar a su destino, la frágil rosa terminó cambiando de textura y color. Pese a ello, a la pequeña Pilar Marie le encantó y, después de dar las gracias de rigor, se dispuso a jugar con ella por un rato.

Sin soltarla, ni siquiera a la hora de ofrecerme ese delicioso e imaginario café que ella prepara con soltura aunque no llega aún a los dos años, mi sobrina se hizo con la flor con tanta devoción que a la media hora quedaba muy poco de ella. Con pesar, al verla morir deshojada, sólo atinó a disculparse hasta donde su reducido vocabulario le permitió.

Recrear escenas como éstas pueden ser algo muy tonto para muchos. A mí, sin embargo, me reconforta y me duele porque me permite entender lo fácil que es para un niño aprender a decir por favor, gracias, perdón, buenos días, hola, adiós… en fin, esas menudas palabras que  traducen otra mucho más grande y elocuente: educación.

Esa educación, lamentablemente, parece haber pasado de moda hace unos años. Por eso tenemos adultos cada vez más inconscientes y mal educados, que anteponen sus intereses a los demás y le pasan a cualquiera por encima con tal de conseguir lo que desean.

El caos de nuestro tránsito es la mejor muestra de lo que digo. Porque, ¿no se ha convertido acaso en un infierno hacer algo tan simple como llegar al trabajo cada mañana?

Si bien es cierto que el parque vehicular de la ciudad ha crecido en demasía, también tenemos que reconocer que la necedad de la gente hace las cosas más difíciles. En consecuencia vemos, sobre todo en horas pico, que nos tiran el carro encima para rebasarnos, que nos impiden el paso bloqueando las intersecciones y, por si fuera poco, hay quienes hasta violan las leyes de tránsito.

Es tanta nuestra inconsciencia que ya nos sentimos inconformes armando tapones tan insoportables como los que se ven cada día en la Francisco Prats Ramírez con Núñez de Cáceres o con Defilló (por citar un par de ejemplo) y por eso llegamos al extremo de conducir a exceso de velocidad en espacios como la Universidad Autónoma de Santo Domingo, donde la semana pasada atropellaron a dos jóvenes que caminaban dentro del campus.

Aunque escribir acerca del caos en el que se ha convertido la ciudad resulta tan repetitivo como hacerlo acerca de nuestra evidente falta de educación, no me cansaré de volver una y otra vez con el mismo tema: sólo a base de insistir, y hacer que la población entienda lo importante que es rescatar los valores y las normas de convivencia, tendremos una República Dominicana que vuelva a ser agradable.

No sé si es que las prisas nos han agobiado tanto o si los problemas nos superaron e hicieron que nos olvidáramos de educar a nuestros hijos. Tampoco entiendo si son las presiones de una sociedad que nos exige cada día más; o si es que hemos perdido la óptica y terminamos por convencernos de que lo único importante es luchar por las posesiones, por llegar primero, por demostrar que somos mejores, más fuertes, más tígueres… menos pendejos.

La ley de la selva nos ha copado de una forma tal que uno escucha cómo muchos se jactan de haberse colado en una fila, de haber engañado al fisco, de haberse enganchado y no pagar la luz, de no pagar el arriendo, de haberse librado de responderle a alguien a quien habían chocado… y muchas avivatadas más que no se le ocurre hacer a nadie que haya sido medianamente educado.

El concepto del bien y del mal, ese que veíamos en los muñequitos que alegraron nuestra infancia, se perdió al compás de la bachata, del reguetón y del perreo que hoy ocupan los días de nuestros jóvenes y niños. Aquellos que ya no saben lo que es un libro y mucho menos una palabra aleccionadora de sus padres. Estamos criando serpientes. Y así nos irá al final.

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