La maldición de Netflix

La maldición de Netflix

La tentación siempre estuvo ahí. Ocho dólares al mes. La incitación de los amigos. Y la resistencia. Pero es difícil escapar a los signos de los tiempos. Finalmente caí. Ya soy un netflixiano. A raíz de la llegada a casa de la novedad, advertí a mi esposa y a mi hija de que la cuota de lectura que tenemos que cumplir no puede ser dejada de lado para privilegiar a la pantalla. Este tipo de entretenimiento casi siempre es adictivo. El cerebro se deja seducir con facilidad de las tareas que no requieren casi ningún esfuerzo para disfrutarlas.
Vivimos tiempos de confusión. El cambio en las tecnologías es trepidante. Lo que ayer era hoy ya no es. Es pasmoso el ritmo al que nos llevan. La televisión abierta y por cable está muriendo en muchas partes del mundo. HBO y Netflix las están matando.
En días recientes, Mario Vargas Llosa proclamó que las pantallas le están ganando la batalla al libro. Y se refería a sociedades como la española, francesa, etc, donde existe una cultura lectora enraizada. Imaginemos lo que está aconteciendo en nuestro país, donde la lectura es una actividad de una élite muy reducida. Aquí podemos identificar a los sospechosos habituales de darse a la tarea de leer. Y nos conocemos todos. Unos más asiduos que otros. Si usted visita la librería Cuesta con frecuencia se dará cuenta de que casi siempre están allí los mismos rostros, los mismos sujetos ávidos de palabras. Y, cómo no, a veces también nos encontramos con un ave de paso, extraviada entre las estanterías del recinto, una especie bastante rara en nuestra fauna.
Por todas partes uno escucha a alguien comentar la serie o película que está viendo en Netflix o HBO. En las reuniones entre amigos, en peñas, conversaciones informales solo se habla de lo que se está viendo en las pantallas. Y yo les pregunto, ¿Y cuál libro estás leyendo? ¿De qué va la novela de tal o cual autor, del libro de ensayo, de la biografía? Silencio. No está de moda leer. Se presume de estar viendo Juegode Tronos, The Wichers, The Crown, La Casa de Papel, pero casi nadie, excepto algunas excepciones, te comenta un libro, te pregunta si ya leíste la última novela de Michael Houellebecq, Serotonina, o la imperdible Colgajo de Fhilippe Lancon o el memorable ensayo La Polis Literaria de Rafael Rojas. En días recientes, Hans Kuhn, el director de la librería Cuesta, se quejaba de que nadie le había hecho caso al libro Los dos papas, de Anthony McCarten, y a seguidas afirmaba: Es que todo el mundo ha visto la película por Netflix.
Estamos enfermos de pantallitis. Asistimos a la consolidación de la sociedad de los idiotas, de la estirpe de las barbillas inclinadas, de las miradas caídas. Adondequiera que vayamos es el mismo espectáculo: la vida corre por delante de los adictos, que solo tienen ojos para sus pantallas. Las fakenews, las manipulaciones, la desinformación atacan de manera inmisericorde. Y están en alza los demagogos, los populistas, los mentirosos, que han convertido a las redes sociales en su medio favorito para propalar sus falacias, medias verdades y mentiras disfrazadas de verdad. Y están ellos felices porque saben que tienen al 90 por ciento de la humanidad a su disposición, una humanidad hambrienta de basura. Y no es que en los libros no encontremos estiércol; la diferencia radica en que para consumir la basura de los libros hay que hacer un esfuerzo que no se necesita para consumir la de las pantallas. Palomitas, chocolate y Coca Cola frente a una pantalla. ¡Cuánta felicidad al alcance!
Pero tanta felicidad-facilidad está causando estragos. Pensar ya no es importante. Es ridículo y obsoleto. La introspección ha sido proscrita. El saber actual se basa en imágenes. Y en nuestro país hemos estado viendo las consecuencias en el campo de la educación: Somos los primeros de los últimos. Y en gran medida, los bajos índices que alcanzamos en pruebas evaluativas de la calidad de la educación están relacionadas con los bajos niveles de lectoría en nuestros estudiantes y de manera muy especial en los profesores.
La mayoría de nuestras universidades no son más que recintos tituladores que años tras año entregan al país una gran camada de analfabetos secundarios, para usar la expresión acuñada por Hans Magnus Enzensberguer. Y los liceos secundarios gradúan de bachilleres a millones de dominicanos que apenas son analfabetos terciarios. Aquí no podemos hablar de una educación mediocre, porque ni siquiera a ese nivel llegamos.
Las veces que he asistido a escuelas públicas para conversar con maestros he podido hacerme una idea de su nivel formativo en el campo de la literatura y el pensamiento; y horripila y mete miedo de verdad ese nivel.
En días recientes, en una conversación con una persona muy bien informada, me enteré de que en el Ministerio de Educación, año tras año, no se utilizan más de mil millones de pesos presupuestados para la adquisición de libros y material didáctico para el nivel primario, y que usualmente esos fondos terminan siendo utilizados por el ministro en asuntos que en nada contribuyen a mejorar la calidad de la educación. Negligencia, desinterés, falta de visión y compromiso hacen que situaciones tan lamentables ocurran. La gente creativa, con interés en ayudar a que las cosas mejoren, escasea en la administración pública. Ahora bien, ante estas circunstancias, ¿Qué podemos hacer?
En nuestro país hacen faltan políticas públicas orientadas a elevar los niveles de lectoría de la sociedad en su conjunto, pero esencialmente de los estudiantes del sector público. La peste de las pantallas hay que contrarrestarla con acciones contundentes. Nuestros jóvenes están hundidos en la adicción al celular y viven en un mundo donde la banalidad y lo superfluo parece ser lo único relevante. Pierden su tiempo en idioteces que van desde la pornografía al choteo, del denbou al reguetón, y al chat lleno de atrocidades lingüísticas.
Por lo tanto, necesitamos iniciativas contundentes que conviertan la lectura en un gran motor que impulse la calidad de la educación, tanto de alumnos como de profesores. Estas iniciativas deben contemplar la distribución de al menos tres millones de libros al año a través de la instalación de más de cincuenta mil puntos de intercambio de libros en universidades, instituciones públicas y privadas, centros comerciales, quioscos en los parques municipales; además convertir a la Dirección General de la Feria del Libro y la Lectura en una entidad dedicada básicamente a promover el libro y la lectura, en vez de organizar ferias regionales, que tienen muy poco impacto y un alto costo. Imaginemosque en séptimo y octavo de primaria cada estudiante lea una cuota de seis libros; y a partir del bachillerato tenga que leer y comentar ocho libros por año. Y También los profesores. Imaginemos el impacto en la formación de estos estudiantes. Esa sí sería una verdadera revolución educativa.
Netflix , de vez cuando no hace daño, pero acompañado de un libro que espera a que apaguemos el televisor y lo abramos.

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