Desde el 6 de noviembre del 1844 hasta el 26 de enero del 2010 la República Dominicana ha tenido 38 modificaciones constitucionales, lo cual significa una modificación cada 4.5 años, y podría significar un récord mundial, pues en esto no se conoce ningún país que nos supere. Esto significa que, en promedio, no pasan dos periodos presidenciales con la misma Constitución, y las razones son principalmente dos: aumentar los poderes presidenciales, y/o permitir su reelección. El primer incidente comenzó antes de que se emitiera nuestra primera Constitución, cuando la guardia de Pedro Santana rodeó la Asamblea Constituyente en San Cristóbal exigiendo la introducción del artículo 210, con poderes dictatoriales para el presidente. A partir de aquí el asunto deviene en relajo, y como resultado casi todos nuestros gobiernos han sido dictaduras o semi-dictaduras, pues desde que alguien se monta en esa “silla de alfileres” no se quiere bajar de ahí por nada del mundo. Este fenómeno es propio de los países más atrasados políticamente. No se habla de reelección en las grandes naciones protestantes, las más ricas del mundo, pero sí en América Latina, caracterizada históricamente por una sucesión de “caudillos” que actúan como “ley, batuta y Constitución”. En algún momento casi cada país de América Latina tuvo su dictador, pero, luego de la ola de democratización mundial de los años 60, el caudillismo se manifiesta en la trampa de la reelección. Uno de los problemas de la reelección es que fomenta el clientelismo político, esto es, uso del poder del Estado para promover la continuidad. Esto hace que el presidente no haga lo que más nos conviene, sino lo que más convenga a su proyecto reeleccionista. Las ‘inauguraciones’ son parte de ese juego bochornoso, y se inaugura de todo, desde una carreterita hasta un dispensario, la cuestión es dar rienda suelta a esa necesidad febril de figureo, y todo como parte de una campaña. El daño más grande de la reelección es que nos deja sin entes moderadores ante las crisis nacionales o partidarias. Hay que solo imaginar lo que sería el país si Balaguer le hubiera dado su legítimo chance a Augusto Lora o Víctor Gómez Bergés; si Hipólito le hubiera dado oportunidad a Hatuey De Camps (2004), o si Leonel Fernández hubiera hecho lo mismo con Danilo Medina (2008). En cada una de esas coyunturas el país perdió su chance de inaugurar una era de presidentes que no se reeligen, y que asumen el rol de moderadores. Lo peor es que todos, para aspirar desde el poder, tuvieron que modificar la Constitución. El sistema presidencialista carece de ese rol moderador que tiene un presidente bajo el sistema parlamentario. El presidente de turno, bajo el régimen presidencialista, no puede ser un ente moderador porque el mismo es parte de la contienda electoral, y después que deja su posición deviene en un aspirante permanente, vacío que ha llenado en nuestro país la mediación de don Agripino Núñez Collado. El daño más sensible de la reelección es el fomento de la corrupción. Desde Balaguer, la campaña se hace con el dinero de la corrupción. Balaguer no se enriqueció, pero permitía que otros lo hicieran, y con ese dinero se hacía la campaña. La actual administración generalizó el estilo, y, no solo el Presidente, sino cada funcionario alto, cada diputado o senador, tienen que acumular los recursos para la campaña siguiente, y esto claramente significa corrupción. La reelección afecta a los partidos grandes y a los pequeños. En los grandes, el que llega a presidente eclipsa a todos los demás, como si de repente se creyera insustituible. En los pequeños, el problema es que elegir a fulano significa que luego no habrá chance para mengano, porque fulano va a coger la misma fiebre que padecemos desde la independencia en 1844. La única salida que tenemos para el 2016 es un voto radicalmente anti reeleccionista: no elegir ex presidentes, y exigir al nuevo presidente que no se reelija.