Monseñor Fernando Arturo de Meriño poseyó una medalla de la Virgen que Juan Pablo Duarte y Díez llevó en su pecho durante parte de su vida. Herencia de la madre, paró en manos del padre Meriño durante una visita a la olvidada familia en la ciudad de Caracas. Cuando extinto el Fundador de la República se repatriaron sus restos, correspondió a Monseñor hablar del tema. Y lo dijo en la oración pronunciada desde el púlpito catedralicio al inhumar los huesos venerandos bajo los mosaicos seculares de la Primada de América.
Dolorosos recuerdos acumuló Monseñor de Meriño en esa visita a la postergada familia. Contempló a las hermanas sobrevivientes, Rosa y Francisca, casi menesterosas. En su forzoso exilio vieron fallecer a doña Manuela Díez, la madre, y a todos los hermanos y hermanas. Perdidas las ilusiones, deshechos los sueños, entregaban recuerdos al padrecito que llegaba desde Santo Domingo. A su vez, pletórico de anhelos, ansiaba el padrecito conocer al Fundador de la Patria en las nostalgias de las hermanas. De las frágiles manos de Rosa recibe Monseñor la medalla de la Virgen.
¡Es una reliquia! Un día brilló en el pecho de la madre santa sacrificada en las esperanzas del místico patriota. Más tarde, de ella, la recibió Juan Pablo. Refulge ahora en las manos del hombre vigoroso que es el sacerdote. Y él que ha contemplado tantas veces la imagen de María de la Altagracia, se sorprende en este momento. ¡El lábaro patrio estuvo predestinado para la República desde la antigua representación humana en el cuadro de María la llena de gracia!
Imagina al patricio contemplando a la madre terrena de Jesús. Su hermana le cuenta que pequeñito aún, Juan Pablo memoriza oraciones con gran unción. Ella lo escribirá a poco. Y cuando un tiempo después llegan a la República que fundó los restos mortales de Juan Pablo, Monseñor rememora estos recuerdos. Les dice a cuantos se congregan en la Catedral consagrada a la Virgen María de la Encarnación, que Juan Pablo fue hombre de profunda fe.
No sólo volvía sus ojos hacia Dios. También pedía que como en Caná, fuese María la llena de gracia, intercesora ante su Hijo. Por eso, dijo Monseñor, ponía también su confianza en el patrocinio de la Virgen llena de gracia, cuya imagen colgara de su cuello en días de zozobras su madre atribulada. Reliquia preciosa, señores, que llevó siempre con devoción y filial amor y que hoy me envanezco de poseer como el más tierno recuerdo del amigo muerto.