La militarización de Honduras llega hasta las escuelas

La militarización de Honduras llega hasta las escuelas

COMAYAGUELA, Honduras. AFP. Con sus Galil y M-16 cruzados sobre los chalecos antibalas, unos soldados reciben órdenes en su guerra contra el crimen organizado, pero casi entre sus piernas, niños corretean en la algarabía del recreo: ¡Bienvenidos a la escuela Ulloa!, un  cuartel militar al oeste de Tegucigalpa,  en Honduras.

«Muchas de las amenazas que mandan los mareros (pandilleros) para atemorizar y extorsionar se hacían desde acá. Cada niño es un hogar. Por eso estamos aquí», explica a un equipo de AFP el capitán Carlos Martínez, quien comanda el contingente apostado en la Escuela José Angel Ulloa, en un sector de Comayagüela.

En la escuela, que funcionará como centro de votación en las elecciones generales del domingo, están instalados desde hace tres semanas 100 efectivos de la Policía Militar (PM), que desde allí salen a patrullar las callejuelas de barrios calientes en este territorio de la Mara 18 en disputa con la Mara Salvatrucha.

«El narcotráfico y las maras tienen AK-47, AR-15, granadas de fragmentación, lanzagranadas. Es una guerra contra el crimen organizado, que tiene poderoso armamento y organización», añade el mayor Santos Nolasco, portavoz de la PM, en el patio donde unos pequeños saltan, otros miran curiosos a los visitantes y alguno apura un helado.

En el país del récord mundial de homicidios, 85,5 por cada 100.000 habitantes, la seguridad centró el debate entre los candidatos favoritos. El oficialista de derecha Juan Orlando Hernández promete mantener los soldados en las calles y la izquierdista Xiomara Castro, esposa del expresidente Manuel Zelaya -derrocado en un golpe de Estado en 2009- sustituirlos por una policía comunitaria.

«La situación es difícil, a cada rato aparecen muertos. Ellos (los delincuentes) han invadido todo el territorio. Ahora uno se siente protegido porque está rodeada de militares», opina Sandra Vásquez, una humilde mujer que mira desde afuera de un aula a su niño de ocho años, a quien acaba de llevar a clases.

¡Sálvese quien pueda! En un costado de la entrada de la escuela, Aquilina Reyes, de 48 años, lava ropa en las pilas de un lavadero público. Arriba en los cerros, donde vive, el agua no llega. «La violencia está tremenda», describe mientras frota el jabón en una blusa descolorida y raída.

«Está bueno que hayan tirado los soldados a la calle. Hace ocho meses me mataron un hijo, lo bajaron de un bus, se lo llevaron y lo hicieron pedacitos. Tengo más hijos y no quiero que les pase lo mismo», relata entre sollozos.

A barrios como en el que Aquilina vive trataron de llevar sus promesas algunos candidatos, quienes no escaparon a la exigencia del pago del ‘impuesto de guerra’ (extorsión) que cobran las maras, bajo amenaza de muerte, a comerciantes, conductores de buses y taxis, y familias enteras.

«Hay mucha corrupción. Del pobre se acuerdan para las elecciones, ya después de que pasa todo ese proceso volvemos a quedar abandonados», dice Jaime Pérez, de 37 años, en su casa en la colonia Ulloa, colgada de las colinas en la empobrecida Comayagüela, la llamada ciudad gemela de Tegucigalpa.

Cerca de ahí, tras las rejas de la puerta de su casa, Margarita, vendedora de abarrotes de 47 años, dice encerrarse temprano para escapar a las balas: «Tenemos que vivir así. Los barrios marginales somos lo que más sufrimos la violencia. Aquí estamos ‘sálvese quien pueda'».

Los ‘Robocop’. Hace 20 días mataron a un joven cerca de la escuela. Cuenta la maestra Luz Cárdenas que algunos niños lo vieron. «Vienen a contar cuando asaltan la pulpería, cuando (las pandillas) se meten a los hogares a sacar a sus enemigos o a quien no les pagó la extorsión. Están familiarizados con la violencia», afirma.

«Le enseñamos a los niños que la seguridad es importante y que las armas son para defendernos de los enemigos que nos quieren hacer daño, no para autodestruirnos.

¡Primero Dios y después nuestras Fuerzas Militares!», agrega la docente.   Organismos de derechos humanos critican la militarización de la sociedad hondureña y advierten que los militares, que en los años 1980 perpetraron desapariciones forzadas de izquierdistas y tenían escuadrones de la muerte, no están preparados para garantizar la seguridad ciudadana.

Enfundado en su uniforme camuflado, de gorra y gafas oscuras, el corpulento capitán Martínez defiende que fueron formados dos meses con fiscales y en derechos humanos para «apoyar» a la policía civil, desbordada e infiltrada por el crimen organizado. La gente, asegura, los quiere, aunque algunos, les llamen «Robocop».

Samuel, el más locuaz de los alumnos de Luz, explica a AFP sobre los «señores» que entraron al salón de clases: «Son policías militares que vienen a cuidarnos, porque hay un peligro en la escuela, vienen los ladrones y nos secuestran», dice desde sus seis años.

Sus compañeritos colorean una campana navideña impresa en una hoja blanca, sentaditos, mientras soldados con sus fusiles pasan entre los pupitres.

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