La montaña no era azul

La montaña no era azul

Han transcurrido sesentaidos años desde la muerte de Tomás Hernández Franco. Lo recuerdo vivo, sentado en las grandes raíces de sus Samanes en Tamboril, rumiando ideas.

Alguien dijo que los poetas tienen la facultad de ver en las cosas aspectos que el resto de los humanos no podemos apreciar, y el poeta de Tamboril, al pie de la Sierra septentrional, coronada por los cerros de Los Cacaos, Maizal y Los Amaceyes, escribía: “Por la ventana se enmarca un paisaje digno de que en él vinieran las estrellas a morir. Todas las posibilidades del verde y del azul. Se van cuajando hacia el más alto de los cielos. Por ahí dialoga el agónico Licey con los arroyos ululantes que saben el secreto y lo retienen desde siempre. Por ahí anduvo don Cristóbal Colón ávido de poesía y de tributos.

Han transcurrido sesentaidos años desde la muerte de Tomás. Lo recuerdo vivo sentado en las raíces de sus Samanes rumiando ideas. En la mente visionaria del poeta ese recorrido iba a ser interpretado, más de cuatrocientos años después.

Tomás tenía obsesión por las montañas que rodeaban la “pajiza aldea”, la “villa de los samanes” el Tamboril de los años treinta del siglo veinte.

Convenció a su suegro, don Vicente Tolentino Rojas, para que le vendiera una pequeña finca cafetalera en “Los Amaceyes”, paraje al Norte de Canca la Piedra, en la cordillera septentrional.

Don Vicente y nuestro padre eran escépticos acerca de que realmente Tomás pudiera ser agricultor, pero él los convenció y adquirió “la finca”.

Allá se refugiaba, soñando con hacer rentable esa inversión, que lo acercaba a desentrañar los misterios de la montaña; él lo anunciaba diciendo: Aquí escribiré mi obra más importante, y el título será “La Montaña no era azul”.

Fray Bartolomé de las Casas (sigue escribiendo Tomás), me había dado hace tiempo el primer indicio: “Llego desta el Almirante hasta distar de la Isabela diez y ocho leguas halló y describió según el dice en una carta que escribió a los reyes muchas mineras de oro y uno de cobre y otro de azul fino y otro de ámbar y algunas maneras de especería desta no sabemos que haya otras sino la pimienta qué llaman los indios de estas islas “axí”. El azul fue poco y el ámbar también. Colón amaba el ámbar. En sus momentos de ensueño sus manos jugaban distraídamente con un largo collar de ámbar que le daba vueltas alrededor del cuello. En una de sus pocas novelas, Blasco Ibáñez atribuye esa actitud de Colón a su amor por los perfumes ignorando que el ámbar que Colón amaba llevar en torno a su cuello era el mismo “electrón” de los griegos tan diferente a esa otra ámbar marina, tumor de cachalotes, por ese amor tan justificado para él en sus vastas y delirantes del libro en Plinio, me imagino su placer, su manera ebria de dar gracias al cielo, su seguridad nueva de ser siempre el “enviado del Señor”, cuando tuvo en sus manos el ámbar virgen de estas colinas pura de artificio de hombre toda hecha pulpa translúcida de estrella fulgor apagado de un resplandor de milenios. En las descripciones de Gaffarel y de Neri por entre las páginas confusas del libreto de tuttila navigattione re di Spagna mejor que en las de Oviedo. Las Casas y don Hernando, me imagino a aquel hombre con su estatura Prócer. Acompañado de sus hidalgos abriéndose el paso difícil por entre las breñas y montes en su caminar de diez y ocho leguas desde La Isabela asomado ya desde el más suave balcón del Universo, a la maravilla del valle, inclinado sobre la tierra misma hasta ese instante por descubrir cuál podía ser su “virtud minerativa sorprendido de pronto de sostener , trémulo y gozoso la milagrosa materia. Hablador y fantástico según Joao do Barros. Su primer discurso incomprensible, su más artificiosa oración, su más tumultuosas citas de santos , sabios y poetas que el sabía que no era piedra ni metal, ligera como frágil de su propia muerte y tan clara de su propia luz” tan prolijamente usada en la alquimia de sus afeites.

Emilio Pérez, el artista tamborileño del ámbar, me llevó a las minas de ámbar en Los Cacaos, donde nos atendió Príamo Casprini, minero italiano que vivió en la mina, estábamos lejos del Jurasic Park de la película de Steven Spilberg y de que Tomás había relacionado ese lugar geográfico con el recorrido de los primeros españoles que caminaron por nuestras montañas.

En la mente visionaria del poeta ese recorrido iba a ser interpretado, más de cuatrocientos años después.

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