La moral política

La moral política

JULIO CÉSAR CASTAÑOS GUZMÁN

Discurso pronunciado por el doctor Julio César Castaños Guzmán en el seminari o“Primer Congreso Laicas y Laicos Católicos en la Vida Pública”, con el título La moral política, en la Universidad Católica Santo Domingo (UCSD), el día 23 de octubre de 2015.
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La política es la actividad o el conjunto de actividades que de alguna forma tienen como punto de referencia la polis, es decir, el Estado. Lo que caracteriza el poder político es la exclusividad en el uso de la fuerza respecto de todos los demás grupos.
En el planteamiento que sirve de base a la teoría moderna del Estado (El Leviatán de Hobbes), el paso del Estado de Naturaleza al Estado Civil, se produce cuando todos renuncian al uso individual de la fuerza que los hace iguales en el Estado de Naturaleza para ponerlo en manos de una persona o de un único cuerpo que desde ese momento será el autorizado para el uso de la fuerza.

Para David Easton en el sistema político se desarrollan procesos con la finalidad de efectuar el reparto de bienes y servicios investidos de autoridad.

Ética es la “Parte de la filosofía que trata de la moral y de las obligaciones del hombre”; por eso, cuando hablamos de ética nos referimos necesariamente a las acciones humanas en orden a su bondad o a su malicia.

En su obra “David Biografía de un Rey”, el Profesor Juan Bosch, aborda magistralmente el tema de la constitución del régimen monárquico de Israel, cuando las Doce Tribus, por razones de seguridad y para repeler a sus adversarios se ponen de acuerdo para la elección del primer Rey: Saúl, y explica de cómo nace entonces el pago de los tributos y el reclutamiento militar. Al mismo tiempo señala de cómo el arrepentimiento activo del Rey David por el asesinato de Urías y su previo adulterio con Bethsabé (la mujer de éste último), confesos en el Salmo 50, “Piedad de mí Señor que soy un hombre pecador”, constituye el punto nodal de la consolidación del Estado y la nación de Israel. Es decir, que conforme a esta tesis del Profesor Bosch, el Estado de Israel es el resultado de una síntesis de causales políticas, religiosas y morales fuertemente enraizadas entre sí.

Uno de los peligros que tendrían estas líneas es que se escriban bajo la égida de un tono moralizante y admonitorio, presentando los problemas de la moral como algo nuevo; o lo que es todavía peor, bajo la proclamación de una fórmula simplista, sin tener en cuenta las tremendas limitaciones que tenemos los seres humanos respecto de nuestra propia conducta.

Yo no sé qué me pasa -diría el apóstol Pablo- que no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero. Para continuar diciendo, mas no soy yo, es el pecado que habita en mí.

Todos los políticos venimos de la guerra; nuestras vidas sociales están demarcadas en la lucha política, que es lucha por el poder. Casi podría decirse que somos guerreros; y algunos, verdaderos gladiadores.

En cualquier Génesis del Derecho, como en la obra de Calamandrei, por ejemplo, el Derecho surge como una necesidad de ponerle fin a la guerra, y de conjurar la rapiña y la violencia producida por esta, estableciendo bases justas y normas claras que permitan la convivencia social. Renunciando a la ley del más fuerte, a la venganza, y organizando instituciones jurisdiccionales donde dirimir los conflictos.

Las reglas de esta contienda deben estar claras para todos; deberían estar claras en una Ley de Partidos, por ejemplo, que en el fondo es al mismo tiempo una norma de participación política que confiere seguridad jurídica a los derechos de ciudadanía contra el clientelismo que desaloja del ejercicio de derechos políticos a muchos ciudadanos.

No estamos hablando tampoco, de forma ingenua y simplista, de un Partido de Buenos, sino de una participación responsable y transparente. Estamos precisados de establecer un consenso ético que nos permita participar transversalmente en la política, consenso ético y participación transversal, cada quien en el partido de sus simpatías. Los Partidos de Buenos han fracasado en el curso de la historia (caso de Cicerón en Roma), o de los Demócrata Cristianos de Italia. Estamos hablando de Estado de Derecho y fin del Derecho.

Nicolás Maquiavelo en pleno Renacimiento y partiendo de una concepción bastante cruda de la naturaleza humana, escribió su opúsculo “El Príncipe”, dedicado a Lorenzo de Médicis e inspirado en la figura de César Borgia.

Procuraba con sus recomendaciones, que se erigiera en Italia el gobierno de un Príncipe eficiente que la reunificara, para que unida reviviera días de gloria, constituyendo un Estado nacional fuerte.

Ciertamente que advirtió, para los que estudian la actividad política, un espacio importante al considerar el oficio de gobernar en una dimensión más consecuente con la realidad, haciendo la diferenciación entre el deber ser (la moral) y los hechos políticos tal y como son.

Lo que no imaginó el mencionado autor es que sus desenfadadas recomendaciones para asegurarse el éxito en obtener y mantener los principados, formuladas en un esquema despótico y autoritario, serían de tanta “utilidad” para los actores políticos que hoy se desempeñan en regímenes democráticos.

El maquiavelismo, festivamente maquillado por los retoques cosméticos de la denominada “Razón de Estado”, justificada y secularmente bendecida por la necesidad de retener el poder en la Realpolitik, asiste a muchos príncipes contemporáneos que auxiliados por las estadísticas, las encuestas de popularidad y sonrisas de cartón, reinan hoy.

Maquiavelo utilizó el mito de Aquiles y el centauro Quirón para sugerir las condiciones del Príncipe. Se cuenta que Aquiles tuvo como preceptor a Quirón, medio caballo, medio hombre para instruirlo en las artes de la música y la guerra. Los antiguos querían significar con esto que el Príncipe debe actuar como animal y como hombre.

En tanto hombre con las leyes, en tanto animal con la combinación de la fuerza de un león y la astucia de un zorro.

En la acción política es vital establecer constantemente la diferencia entre lo posible y lo probable. El intersticio delicado y tenue entre lo imposible y el ideal alcanzable; o, quimérico en el presente, pero de realización futura. En la realidad vemos como muchas promesas electorales que son objetivamente falsas son formuladas en una dinámica de competencia política, porque la clientela electoral requiere oírlas, ya que se avienen con el discurso de campaña del candidato conforme a sus asesores de márquetin. “Ganar elecciones es una ciencia”, ha dicho alguien.
Para el maquiavelismo los hombres son la arcilla del poder, porque dentro de este esquema la reivindicación del propio hombre no es lo esencial. Lo más importante y la finalidad, es un gobierno fuerte, un Príncipe eficaz que se imponga a todos sus enemigos.

El gran humanista Maritain escribe al respecto esta advertencia: “¡Qué tentación el maquiavelismo para todos los que se han lanzado a la política, aún a la democrática!”
Algunos como Norberto Bobbio, por ejemplo, entienden que el gran universo de lo moral y lo político, contiene dos universos éticos que se mueven siguiendo principios diferentes, para el hombre de fe, el profeta, el pedagogo, el sabio que mira a la ciudad celeste, y para el hombre de Estado, el caudillo de hombres, el creador de la ciudad terrena se circunscribe en realizaciones. Para el primero cuenta la pureza y para el otro el resultado.

Es preciso decir que, a veces, una especie de maniqueísmo, que sutilmente subyace en la cultura, nos lleva a pensar con ligereza, que la religión no tiene nada que ver con la política, al considerar esta última como una actividad intrínsecamente mala. Pero, si bien la religión y la política abarcan campos diferentes, no menos cierto es que la actividad política conlleva la formulación de ideas atinentes a la filosofía que pretenden resolver las interrogantes acerca de: ¿Quién soy?, ¿De dónde vengo?, ¿Para dónde voy?; y se olvida, además, que la religión abarca todas las actividades del hombre y la mujer, incluyendo la política, enjuiciándola desde el punto de vista de la moral y de la ética. Y abarca de suyo los conceptos del bien común, alcanzable por la justicia social, que es el fin teleológico de cualquier doctrina política.

A propósito de esta ponencia nos parece conveniente hacer hincapié en los valores morales que señalo a continuación, y que podrían servir de objeto para un consenso mínimo tendente a unificar a todos los políticos en el propósito del bien común. Veamos.

Verdad. La posmodernidad, que indignada e irreverente abjura de todos los dogmas, tiene a la verdad en tensión considerándola más que un estadio seguro un reto a desmitificar, emprendiendo cruzadas de desmitificación, contra muchos de los valores que nuestra sociedad ha tenido por incólumes y ciertos.Gandhi hablaba de la Fuerza de la Verdad. Las personas no tienen un conocimiento absoluto de la verdad, por eso era opuesto a la pena de muerte, ya que el ser humano, todos los seres humanos, somos capaces de equivocarnos. También decía, que la verdad nos libera del miedo, capacitándonos para una vida digna.

Una cosa es decir dolosamente una mentira; y otra, estar en un error sobre la base de la ignorancia o la falta de información. Un animal no puede mentir. Un hombre podría mentir, de donde la veracidad es un imperativo de la humanidad.

La verdad es, en un momento determinado, aquello sobre lo que la comunidad científica ha determinado una certeza después de haberlo comprobado. Las ciencias sociales, que no son ciencias positivas, no han llegado a los niveles de la comprobación empírica absoluta de todas sus formulaciones o hipótesis. El paradigma de la propia Justicia ha sido una que otra vez estremecido por la prédica neoliberal; o, por la Justicia socialdemócrata, conforme a Rawls, de permitir determinadas desigualdades en tanto las mismas propicien un bien para la mayoría, siempre y cuando se preserve la igualdad de oportunidades.

Thomas S. Kuhn en “La estructura de las revoluciones científicas”, deja claro que la historia de la ciencia demuestra que los paradigmas se mantienen vigentes durante un tiempo; pero, que lo que se tenía por cierto en un momento determinado, lo que ocupaba el puesto de una verdad absoluta, incluso lo que se tenía por un dogma, había caído como consecuencia de que la “verdad” que sostenía ese postulado resultaba insostenible fruto de la comprobación de una nueva verdad.

Ya al inicio de esta segunda década del siglo XXI, es indudable que nos encontramos, conforme a lo expresado por algunos filósofos y cientistas sociales, en medio de un cambio de época. No se trata pues de un tiempo de cambios, sino un cambio epocal, determinado por transformaciones en el sistema de valores y cambio de la cultura.

Todo esto articulado por los ejes de la globalización, el internet y las redes sociales, que vienen a constituir, en el espacio virtual, un tejido de voluntad social nuevo, telemático y de eficiente convocatoria.

Continuará…

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