La moralidad de las instituciones  económicas

La moralidad de las instituciones  económicas

POR JOSÉ LUIS ALEMÁN SJ
Honestamente me cuesta bastante tratar una vez más el espinoso tema de la moralidad. Sin embargo en mi enésima lectura del famoso artículo de John Rawls “Justice as Fairness”, fuente de inspiración para Amartya Sen voz de la conciencia económica de estos años, llamó mi atención su conocida distinción entre la moral individual y la moral de las instituciones.

La distinción se encuentra ya en la Quadragesimo Anno de Pío XI, quien después de exponer los derechos y obligaciones de los patronos en el pago del salario, afirma tajantemente: “Todo cuanto llevamos dicho hasta aquí sobre la equitativa distribución de los bienes y sobre el justo salario se refiere a las personas particulares y sólo indirectamente toca al orden social” (n. 76).

Rawls escribió a su vez: “Consideraré la justicia sólo como virtud de arreglos institucionales… que asignan derechos y deberes. No trataré la justicia  como virtud de acciones o de personas particulares. Es importante distinguir los distintos sentidos de la justicia… Estos sentidos están interconectados pero no son idénticos”.

De estas dos citas se desprende que los acuerdos básicos de una sociedad, constitucionales si se quiere,  suponen en sus miembros la posibilidad de ponerse de acuerdo y de comprometerse a su cumplimiento, de ser “morales”. Se trata sólo de una posibilidad no de una necesidad deducible de principios intrínsecos, pero de una posibilidad, constatable por análisis psicosocial, que permite formular normas que deben ser válidas para personas racionales, como diría Kant,  aunque de hecho muchos no se adhieran a ellas (“no-morales”).  Emprendamos dicho análisis.

SUPUESTOS PSICOSOCIALES

Todo análisis social requiere en quien lo emprende fidelidad en aceptar los datos que va encontrando nuestra reflexión.

Rawls la comienza constatando que existe ya antes de la reflexión personal un grupo, una sociedad de personas con reglas de conducta  establecidas y que la observancia de esas reglas está fundamentada en el interés propio. Sin embargo no parece necesario afirmar que en todas sus formas de comportamiento las personas se mueven sólo por conveniencia propia. Pero aun en el caso de que nos inclinemos a su generalización  todavía parece que los miembros de una familia, unidos por vínculos de afecto, están dispuestos a reconocer algunos deberes familiares contrarios a su propia utilidad personal. El interés de unos a otros en la familia, la nación, la iglesia, etc. está asociado a una intensa lealtad y devoción a los otros miembros del grupo. Más bien tendríamos que aceptar como concepción más realista que existen familias u otras clases de organización que se dejan definir como asociación de personas de mutuo interés propio. No es necesario tampoco suponer que las personas se rigen por intereses de mutua conveniencia aunque en ciertas situaciones usuales se comporten así. Brevemente, las personas no actuamos solamente urgidas por el interés propio aunque tampoco por mutua consideración. El utilitarismo general es cuestionable.

El segundo paso de la reflexión se centra en la racionalidad de la persona definida como la capacidad que tiene el ser humano de conocer su propio interés, de conjeturar las consecuencias probables de aceptar una regla y no otra, de seguirla persistentemente una vez que se tomó la decisión, de poder resistir nuevas tentaciones y estímulos de cambiarlas a favor de una ganancia inmediata, y la simple constatación de que desigualdades entre la condición propia y la ajena, al menos dentro de ciertos límites, no es causa de profunda disatisfacción. Lo que este último novedoso concepto significa es  que una persona racional no se siente frustrada por el hecho de que otros estén en mejor situación que uno mismo excepto si esas desigualdad es resultado de abierta injusticia o de un sino fatal que no tiene explicación alguna.

En un paso subsiguiente nos preguntamos si todos tenemos necesidades e intereses similares o si son al menos complementarios en el sentido de que la cooperación es  provechosa.  Hay que reconocer que al menos en teoría muchos economistas creen que la utilidad es algo tan personal que resulta imposible calcular grados diferentes de ella: lo que para uno es ventajoso puede ser desventajoso para otro. Esta común opinión puede ser aceptable si lo que intentamos es disponer de un metro para medir ventajas individuales; no es tan evidente, a pesar de la escuela austríaca, si se trata de saber si algo es bueno o no para uno. En principio me inclino como hecho a afirmar cierta burda similitud de necesidades humanas.

Más problemática parece la aceptación de un  supuesto adicional: que las personas en general poseen una igualdad de poder y de habilidad suficientes para garantizar que en circunstancias normales nadie puede imponerle su voluntad de dominio. Todo dependerá de qué se entiende como normal. Sì parece aceptable esta afirmación si partimos de la existencia previa de una comunidad bien establecida. No se trata, en efecto, de querer teorizar sobre cómo llega una comunidad a asociarse de una forma determinada, a saber de cómo “delibera” para fijar reglas por primera vez, sino como éstas sean modificadas. En otras palabras, suponemos un grado de coexistencia social tolerado y lo que buscamos es analizar la dinámica de cambio.

MORALIDAD DEL CAMBIO

A pesar de la estabilidad de las reglas de convivencia podemos avanzar partiendo de que de la desigualdad consciente de la situación propia y ajena  surgen en la sociedad quejas legítimas sobre la situación y sobre posibilidades de superarla.

Rawls cree que una visualización razonable sobre el modo usual de tratar esas opiniones consiste en que cada uno propone una justificación de su queja y que voluntaria o forzosamente acepta que también los demás formulen sus contraprincipios. Imponer un cambio de las reglas para resolver su descontento por vía de la fuerza pecaría contra uno de los supuestos de la convivencia: la desigualdad social sufrida por cada quien tiene que ser discutida en base no sólo a los hechos sino a principios que legitimen su rectificación. De la discusión de principios y contraprincipios surgirá una opinión aceptada racionalmente por todos que sirva de regla para resolver las desigualdades. Al menos esa es la forma “equitativa” (fair en inglés) de enfrentar problemas sociales.

No basta, sin embargo, el esfuerzo común por lograr un acuerdo mínimo sobre el principio a utilizar, sino es necesario reclamar para cada parte que, sea cual sea el resultado de su aplicación a la realidad, acepta antes de la decisión cualquier resultado posible y se compromete de antemano y sin ambigüedad a cumplirlo y defenderlo aun cuando sea contra sus intereses y a aceptarlo como obligatorio en el presente y en el futuro. Esta es la esencia de la moralidad social.

Elocuentemente dice Rawls: “Cada quien se preocupa de  proponer un principio que le ofrezca ventajas personales en el presente si es aceptado por los demás. Cada quien sabe que quedará obligado por ese principio  en un futuro que desconoce y que bien puede revertirse en su contra. Lo fundamental es que a cada persona hay que exigirle un compromiso firme que razonablemente se espera que también los otros honrarán, y que a nadie se le ofrecerá la oportunidad de ajustar las reglas para resolver una queja legítima en una condición específica y de ignorarla más tarde cuando no le convenga”.

 Los criterios para dilucidar moralmente conflictos sociales son dos: cada persona puede e insiste en cuanto le es posible ofrecer  principios para  obtener lo que desea, y reconoce  que las decisiones  resultantes de su correcta aplicación la obligan  a favor o en contra de sus pretensiones ahora y en el futuro. Los miembros de una sociedad son morales sólo si se comprometen en firme a aceptar siempre los principios acordados por consenso (entre nosotros muchas veces por elección mayoritaria) nos sea o no favorable su aplicación ahora y más tarde.

Una simple exposición de un caso norteamericano y de otro nacional dará luz sobre esta moralidad institucional. En los Estados Unidos un principio aceptado para dirimir opiniones sociales divergentes sobre la validez de las elecciones a Presidente es la decisión de un tribunal federal. De hecho aun cuando el candidato favorecido con mayor votación nacional (Gore) perdió en el 2000 la presidencia  por controvertidos conteos en algunos municipios (counties), ni él ni su partido objetaron las decisiones de tribunales federales aun cuando a sus miembros se hubiera podido tildar de favorecedores del otro candidato. Se acató simplemente el procedimiento establecido legalmente para dirimir esta situación (“praesumptio legis contra facta”: aun contra los hechos se acepta su dudosa aplicación). De una manera similar la constitución implícita de Inglaterra aceptaba, aun contra los hechos, la palabra de un parlamentario que afirmaba lo contrario de la realidad (caso Profumo a fines de los milnovecientossesenta).

Caso opuesto: en las elecciones de 1978 contra el conteo de los votos  personas del partido perdedor, el del Presidente Balaguer, “lograron” que se aceptase la presunción, contra los hechos y contra el principio de pluralidad de votos emitidos, de que los votos no emitidos por presunta dislocación de los listados electorales se contabilizacen a favor de los candidatos a senadores. Rawls jamás aceptaría la moralidad de un principio no aprobado para dirimir conflictos diseñado con  abierta intención de sustituir “pro hac vice” el principio de decisión electoral mayoritaria. Esta negación práctica de Rawls lo encontramos también en la negativa de grupos dentro de varios partidos políticos de acatar el principio de decisiones por mayoría absoluta para abogar por el de representación proporcional contra resultados electorales internos adversos.   

CONDICIONES DE LA IGUALDAD

Acabamos de exponer la raíz de las quejas sociales: un tratamiento desigual considerado indebido por parte de algunos miembros de la misma sociedad  y una imposibilidad práctica para elegir lo que cada quien desea nacida de la falta de capacidades para hacer y  ser lo que uno aspira sea ésta incapacidad innata o generada por la sociedad.

La supresión radical de quejas por estas razones se convierte entonces en el objetivo de las instituciones sociales y en el criterio de su moralidad. Rawls formula en dos principios su concepto fundamental de justicia institucional: “primero, cada persona que participa en o es afectada por una institución, tiene el mismo derecho a la más  amplia libertad compatible con igual libertad para todos  los otros miembros de la sociedad; y, segundo, toda desigualdad es arbitraria a no ser que sea razonable esperar que evolucionará en bien  de todos suponiendo siempre que todas las posiciones y cargos ligadas a ella o alcanzables por la misma estén abiertas a todos”.

El primero de estos principios, el de la igualdad lo fundamenta Rawls con la imposibilidad de que los demás acepten de buena gana una ventaja particular. La aceptación de la igualdad  se atempera por el segundo principio: toda desigualdad puede ser aceptada si redunda con el tiempo en beneficio de todos. La legitimación dinámica de incentivos desiguales es una concesión a la debilidad de la naturaleza humana y a la realidad de que existen desigualdades en la sociedad pero que a través de su aceptación es posible disminuirla a largo plazo. Todos buscan el propio interés y en su nombre tienen que colaborar; así nadie tiene derecho a lamentar su situación actual.

A pesar del grado de abstracción de estos principios su aplicación a problemas concretos de la economía del bienestar puede ser hasta chocante: el objetivo de una eliminación progresiva de desigualdad de oportunidades y de igualdad de capacidades que sirva para una optimización libre  de las aspiraciones de cada  miembro de una sociedad altera radicalmente la orientación de la política económica. Incluso las dos metas pragmáticas reclamadas por Pigou a la política económica -aumento del caudal de bienes y servicios producidos a valor de mercado (PIB), por una parte, y mejora del porcentaje del ingreso nacional que toca a los quintiles inferiores de su distribución- se quedan cortas de la mejor aproximación hecha hasta ahora de la filosofía moral de Rawls, el desarrollo humano de Sen. La temerosa acogida oficial que creí percibir del Informe de Desarrollo Humano del PNUD testimonia el desconcierto que provocó en los “hacedores de sociedad” para emplear el eufemístico término con que el CELAM parafrasea la realidad de las elites.

EQUIDAD Y  JUSTICIA

Esta concepción de la justicia institucional se distingue por varios méritos: saca a relucir desde el principio el carácter  de la justicia como idea inicial del orden social que se impone por mutuo acuerdo de agentes interesados colocados en una misma situación de desigualdad y que enfatiza el concepto de “equidad” (“fairness”) como guía del recto y libre trato entre personas que compiten una con otra, como cuando uno habla de reglas claras de juego.  La equidad de las reglas de juego surge cuando personas libres, ninguna de las cuales posee autoridad sobre las otras, participan en una acción conjunta y fijan entre ellas las reglas que lo definen y que determinan sus derechos, sus ventajas y sus desventajas respectivas. Las reglas son equitativas, justas, cuando nadie siente que al participar en el juego, él o cualquier otro pueden beneficiarse gratuitamente o pueden forzar a los demás a aceptar reclamaciones que no cree legítimas. Una acción es equitativa o justa cuando satisface los principios, las reglas, que los participantes mismos pueden proponer para su común aprobación o rechazo Es precisamente la posibilidad de un mutuo reconocimiento de principios declarados por personas libres sin  autoridad unas sobre otras lo esencial del concepto de “equidad” para la moralidad de las instituciones. Solamente tal reconocimiento mutuo posibilita una verdadera comunidad de personas en un régimen de reglas; de cualquier otra forma las relaciones sociales estarían fundadas en la fuerza. La fuerza de la moral institucional reside en el firme compromiso de aceptar decisiones derivadas del reconocimiento de reglas.

Por supuesto esta fundamentación de la justicia institucional no es aplicable a la justicia relacionada con los derechos humanos que  tienen contenidos ontológicamente necesarios aunque la conciencia de esa necesidad se vaya mostrando solamente por un ilimitado proceso histórico descubridor de  facetas del ser humano hasta ahora no apreciadas.. El contenido, en cambio, de los principios alegados por personas auto centradas en sí mismo que buscan reconocimiento de las demás es por definición mucho más pragmático. Lo que sí puede reclamarse como “derecho humano” es el compromiso firme a dejarse regir por esos principios. Allí está la esencia de la moral institucional no en los principios pactados de solución de desigualdades.

REFLEXION FINAL

Como se ve para Rawls la aceptación irrestricta del compromiso por dirimir diferendos sociales de acuerdo a principios pactados libremente y que nacen no de “derechos”que unos tengamos sobre otros sino de un trato interpersonal  razonable, dialogal, abierto a las quejas de los demás, equitativo (¿será mejor decir en español “decente” “digno”, “caballeroso” que equitativo?) en orden a garantizar mejor la libertad y la autoestima de todos y cada uno, es la esencia misma de la justicia institucional.

Esos principios suelen implicar decisiones o por “arbitraje” (decisión de notables aceptados), o por tribunales, o por consenso,   o por votación mayoritaria. El problema latino, el problema dominicano, es que esa aceptación la condicionamos a que nos beneficie. Nuestra triste inmoralidad institucional no está en la falta de principios sino en que nuestro compromiso con ellos  está restringido utilitariamente.

Por eso somos una sociedad injusta, incapaz de vivir con principios por aceptados que sean. Creo que otras sociedades, a las que descalificamos éticamente con razón por materialistas, muestran en su proceder no sólo mayor respeto a sus principios sino a la aceptación impredecible de su aplicación. La convivencia social es en ellos mejor, menos arbitraria, menos refunfuñona, menos dependiente del poder financiero; más predecible.

Lo siento en el alma o donde uno lo sienta. Lo confieso. Quiero más compromiso en firme con los principios pactados libremente para resolver nuestras desigualdades. Eso será posible cuando matemos el utilitarismo egoísta de nuestras decisiones. ¿Será esto posible algún día que hoy no se alcanza a divisar en el horizonte temporal?

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