La muchachita de tierra nueva

La muchachita de tierra nueva

PASTOR VÁSQUEZ
Era un niño cuando mi padre me llevó por caminos polvorientos, más allá de donde se ven aquellas montañas lejanas, invisibles en las madrugadas con su velo de neblinas estacionarias en el espacio, y tristes al final de la jornada cuando el Astro Rey toma su rumbo y desaparece lentamente, del otro lado del orbe, donde mi abuelo decía vivían unas personas pequeñas que tenían el pelo como la «crin» de su jataco.

«El lugar se llama Tierra Nueva. Allí tengo una crianza de cerdo y una siembra que debes amar, porque uno se va poniendo viejo».

Y así las cosas, mi padre callado, y Guayubín a trotes, observaba yo a los campesinos que encontrábamos en el camino y de ellos pensaba que podrían ser almas en pena, porque todos iban cabizbajos y apenas levantaban la mirada para saludar.

Era un caserío pequeño aquel pueblito de Tierra Nueva, con casas hechas de tejamaní y yagua, construidas en desorden. Estaba del otro lado del pequeño río, donde se bañan unos chiquillos, bajo el puente de tablones que crujían al golpe del trote de Guayubín con sus herraduras de acero, y yo me aferraba más a la cintura de mi padre.

Cibaito vivía en esa casa que tenía la cruz vestida de fiesta, con motivo del dos de mayo, y allí se detuvo el potranco sin esperar orden de su amo. Al parecer Cibaito quería mucho a mi papá, los sábados de quincena yo lo veía venir a casa, y allí hablaban de agricultura y esas cosas.

Mi mamá me dijo que él vino de un lugar del Norte, buscando trabajo, y que en casa le tomaron aprecio y le consiguieron un puesto como celador en el corral de los bueyes.

Los niños jugaban de aquí para allá levantando el polvo con sus pies descalzo. El guardia campestre, hombre moreno y duro como un roble, vestido de kakis, como siempre, dobló un poco el espinazo, y entró a la casucha, seguido del complaciente Cibaito, quien ya había buscado sitio a Guayubín en un palo de grayumo.

La brisa aumentaba y las aspas del molino querían como desprenderse de su centro.

Y ella estaba allí pagando la culpa de haber nacido infeliz como el perro en manos del amo indigente. Tenía sus mejillas rosadas mojadas y los ojos turbados. Apretó un canto del vestidito blanco de bolitas rojas y se limpió el rostro.

Unas cintas rojas sostenían los dos cachitos con su pelo color del resplandor de la madrugada. Entonces me di cuenta por qué lloraba.

«¡Barba de maíz, cabello de arroz maduro!» Y ella lloró de nuevo mientras el niño intruso corría burlón. Tuve deseos de correr detrás y picarle una zancadilla, pero pensé en el rostro firme de mi padre.

«Ellos dicen que yo tengo los cabellos coloraos, y esa mancha en la frente que se parece a un pedacito de goma», y ya se consolaba un poco.

Escuché la voz de mi padre y corrí hacía Guayubín en lo que él se despedía de Cibaito. De lejos la vi caminar y perderse detrás de ese árbol que una vez pensé iba a llegar al cielo con el paso de los años.

En muchas de esas noches en que uno se despierta para desvelarse con los ladridos de los perros vagabundos que hacen como lobos en las oscuridades infernales, pensaba en la manchita negra y los dos cachitos como los pelos de una mazorca nueva.

Una tarde yo alcancé a ver esa multitud que se asomaba de prisa rumbo a la estación y luego vino Mister William a buscar a Papá. Después sólo entendí que doña Teresa del Carmen, su madre, no volvería más porque hizo un viaje al lugar donde la gente ya no regresa.

Y después vi pasar esa carreta frente a mi casa, sería la quincena siguiente o tiempo más tarde, cosa que no recuerdo, y cuando el carretero paró, los viejos salieron. Mi papá abrazó a Cibaito y pensé que iba a llorar.

El hombre arrió la carreta y lo odié con toda mi alma. Ella me miraba, sentada encima de una cama destartalada y al minuto se los tragó el camino.

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