La muerte como espectáculo

La muerte como espectáculo

Creo que fue Heidegger quien habló de “la realidad humana”, asumiendo un concepto que la filosofía existencialista problematizaría muchos años después. “El hombre no es otra cosa que lo que él se hace”- diría luego Jean Paul Sartre- saltando el cerco de la razón y bordeando lo que en Heidegger fue mortificación metafísica. Pero así sea la “angustia de Abraham” que atormentó a Kierkegard, o el espectro del desamparo que es el único espacio en el que el hombre decidirá de sí mismo, según la concepción existencial; es la muerte el valladar, el límite de toda contradicción filosófica.
Iba a escribir sobre los numerosos problemas de nuestro país, y de pronto me encuentro abrumado por el despliegue de la muerte en el mundo. Medito desde una media isla distante de Bangladesh, Orlando, Irak, o Afganistán; pero alcanzo a ver un nido de luz que no deja pasar ni una ranura, con destellos incandescentes que desperdigan la muerte. Soy un espectador sentado frente al televisor, he visto solo una lengua de fuego inflamando la noche en la distancia, y pequeñitos seres que se mueven como bombillitos de navidad. En el mundo de hoy la muerte es más ligera que la nada. La muerte es ese inocente chisporroteo fosforescente que perfora los colores. La muerte es una ramera con un traje de fuego contorneándose en una llama. La muerte es un carbunclo ardiendo en la madrugada. No hay estrellas, son los ojos de la muerte los que navegan. La muerte es una brizna que cruza el firmamento. La muerte son los esplendores del amanecer en una aldea lejana. La muerte se enreda en el viento silbador y parte en dos llamas azules la noche que termina. Yo, que miro el televisor, ¿soy acaso la muerte? ¿Allá abajo, hacia donde la luz rompe los colores, cientos, miles de seres humanos están muriendo, y yo, en mi mecedora lo miro y no me aterro?
Ante nuestros ojos uno ve quebrarse la razón occidental y convertirse en un instrumento cínico de destrucción. Cuando la magia de la televisión transmitía la caída de las Torres Gemelas en New York, pensaba en los inocentes que allí morían. Ese crimen era incalificable, miles de seres humanos para quienes el nombre de Ozama Bin Laden no significaba nada. No hay fe ni ideología que puedan justificar el espanto de esas muertes. Solo que después fue la misma muerte que imperó, sin rostro, tras un chorro de luz, desperdigando el terror en Irak, mientras George Bush comía uvas en la mesa de reunión del G-8, y los aviones estadounidenses arrasaban con todo lo vivo. Las guerras totales prometen el exterminio sin asombro, como si te cursaran una invitación al cine. Es tal la capacidad devastadora del ser humano, que la muerte se vende como un espectáculo. Lo que predomina es la trivialización de la vida, estamos aburrido de cordura, y vivimos la canallada de la tecnología como si fuéramos convidados de piedra. Bombas contra ISIS, bombas en Bangladesh, disparos en Orlando, bombas en Irak, muertes a granel en Afganistán. ¿Dónde, Dios, se podrán esconder los miles y miles de despavoridos cadáveres de inocentes que sucumben bajo esa luz que yo miro tras el estallido de una bomba, impertérrito, sentado frente a mi televisor?
Iba a escribir sobre los numerosos problemas de nuestro país, y de pronto me encuentro abrumado por el despliegue de la muerte en el mundo. Como Miguel Hernández suelo ir “De mi corazón a mis asuntos”. Pero, ¿no son “mis asuntos” lo que ocurre en el mundo? El propio Jean Paul Sartre lo gritó una y otra vez: “(…) Cada hombre se realiza al realizar un tipo de humanidad, compromiso siempre comprensible para cualquier época y por cualquier persona”. Y lo es porque “todo proyecto, por más individual que sea, tiene un valor universal”. Dejo la mecedora y apago el televisor. ¡Oh, Dios, escribiré ése artículo, abrumado por el valladar de la muerte!

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