La muerte de la emperatriz de China

La muerte de la emperatriz de China

Recuerdo la letra alargada, clara, de los escribanos de los tiempos de mis abuelos. Esos documentos leídos  en aquel cuarto de recuerdos presididos por un piano cuyo sonido estaba mudo y el teclado duro y estéril.

Esa letra era tan elegante como una muchacha vestida de fiesta con un largo traje blanco, a la espera de quien  le solicitara un baile.

El sonido de la letra que rasgaba el papel, con una pluma mojada cada vez, conocía tanto el idioma que las palabras giraban y bailaban solas hasta retratarse en el texto, ordenaditas,  en líneas horizontales que formaban paralelas perfectas. Cuando se trataba de poemas y cartas de amor, la letra se inspiraba hasta convertirse en un  gusto.

En las escuelas usábamos un tintero y plumas con cuyas puntas reemplazables los chicos nos embarrábamos de tinta permanentemente.

Un día cualquiera me regalaron una pluma  que contenía la tinta líquida en un cilindro de goma que se llenaba y duraba varios días. Los embarres de tinta disminuyeron.

El bolígrafo sustituyó la pluma que se mojaba a cada palabra. Su discurrir por sobre el papel no rasgaba la superficie, se deslizaba con la elegancia y el señorío de un cisne en un estanque lleno de lilas blancas.

Cada avance en la forma de escritura, significaba un paso hacia la pérdida de la identidad caligráfica. Desapareció la letra larga y elegante, similar a la de una modelo de pasarela vestida de largo.

La máquina de escribir igualó la grafía de una carta, de un poema, de un documento.

La era digital ha producido una revolución en la escritura, el archivo, la imagen inmediata, la opción de diferentes tipos de letras.

Rubén Darío escribió “La Muerte de la Emperatriz de China” fue publicada en “Azul” o en “Cantos de Vida y Esperanza”, cuenta que al hombre le regalaron una estatua de la emperatriz de China tan perfecta, que se enamoró de ella. Pasaba largas horas contemplándola, tocándola, hablándole, recitándole. Llegaba a la casa y, antes que nada, se acercaba a la estatua y pasaba sus manos por las turgencias y sinuosidades de la emperatriz.

La computadora ha convertido la escritura en una delicia que surge en la pantalla con la suavidad del tacto, provoca que pasemos horas trabajando, disfrutando, deleitándonos, estudiando, descubriendo nuevos usos y nuevos horizontes, escuchando música y viendo bailar.

No quiero llegar a casa y encontrar la computadora destruida como ocurrió con la emperatriz de China, porque le robaba toda la atención a la esposa del dueño de la estatua.

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