La muerte de Manolo

La muerte de Manolo

POR MARIO READ VITTINI
Hay acontecimientos que ocurren en el ámbito de situaciones que, por ética política, lo obligan a uno a guardar silencio en contra de sus más ardientes deseos. Por otra parte, nunca he tenido pretensiones de protagonismo, de notoriedad política o de exhibir méritos que es a otros a quienes corresponde apreciar.

Sinembargo, ocurren hechos que lo obligan a romper esas normas y a explicar situaciones específicas que pueden dar lugar a un grave error de justicia histórica.

Hoy, por ejemplo, me encuentro con un artículo de Fidelio Despradel, en el que en un emplazamiento a explicar «quienes dieron orden de asesinar a Manolo, publicado en este mismo diario, en su edición de hoy, 21 de diciembre de 2006, afirma ligeramente «al doctor Mario Read Vittini, a quien se atribuye haber planteado la peligrosidad de Manolo vivo». No sé quien me lo atribuye. Pero nada más contrario a la verdad histórica.

Esta afirmación me obliga a revelar hechos que he mantenido en la intimidad de mi conciencia por todos estos años y que nunca antes revelé porque no busco vanagloria con mis acciones de conciencia.

Con Manolo me ligó una firme y afectuosa amistad. Yo le llevaba algunos de sus casos profesionales, cuando eran objeto de recursos de casación por ante la Suprema Corte de Justicia, y conocí a Minerva en su noviazgo con Manolo.

Cuando se inició el movimiento clandestino, entonces sin nombre, conocido más bien como «la resistencia interna», yo tenía organizado importantes grupos en casi todo el país y Manolo me envió al doctor Luis Rafael Gómez Pérez para que yo me incorporase con mi gente a su movimiento. Yo le dije a Luis Rafael, «dile a Manolo que sí, pero con una sola condición: que nadie más detrás de él, debe saber que yo estoy, salvo la gente que yo le mande». Inmediatamente alquilamos una oficina de abogados para Luis Rafael, cuyo contrato yo firmé, para que sirviera de base a las operaciones del movimiento.

Cuando Manolo y muchos miembros más del movimiento cayeron presos, traté de organizar algunas medidas de resistencia, pero todas resultaron poco efectivas y, entonces, organicé un plan de asilamientos masivos, para romperle el frente internacional a Trujillo, que nos podía matar a todos sin que nadie en el exterior se enterara.

En el exilio tuve oportunidad de hablar con Manolo en Washington cuando fueron él y el doctor Viriato Fiallo, pero después de la muerte de Trujillo. Allí le previne de que las circunstancias que yo creía se iban a desarrollar en el país, en presencia de Mercedita González, quien trabajaba en la OEA y era vieja amiga de Manolo.

Después, cuando regresé al país, a raíz de la caída de Bosch, se me pidió aceptar la Secretaría de la Presidencia. El día en que se inició la guerrilla. Yo estuve esa noche en Villa Trina en el matrimonio del periodista Alcides Castro y bajé en la noche a dormir en Santiago. Por la mañana temprano me enteré del alzamiento y fuí inmediatamente a la Fortaleza San Luis, en donde estaba el General Adriano Valdez Hilario, con quien tenía cierta amistad desde varios años atrás. Cuando llegué, le pregunté: «Adrianito, que están haciendo?» Y él me dijo: Hay dos frente abiertos; uno en La Escalera y otro en Las Manaclas. Estamos preparando el Batallón de Montaña para iniciar las operaciones». «Espera un momento. Vamos a darle la oportunidad de que se entreguen sin derramamiento de sangre. Vamos a redactar un volante invitándoles a entregarse, con garantía de sus vidas. «Redactamos el volante y lo mandamos a imprimir y le pregunté «Quién está en la Fuerza Aérea? Y el me dijo «Federico Fernández Smester». «Llámame a Federico».

Federico llegó, y le pedí suspender las operaciones que tenía preparada, hasta que habláramos con el Presidente, licenciado Emilio de los Santos. Lo llamamos por teléfono y se alegró mucho de oírme. Me dijo «Mario! tu estás ahí? Qué bueno…! Agárrame esa gente. Hay que salvar esos muchachos. «Sí, don Emilio. Ya estamos redactando un volante invitándolos a entregarse, con garantía de su vida». «Muy bien, Mario. Ponme a Adriano». Le pesé a Adriano al teléfono y le dijo: «Hagan lo que les diga Mario. El es mi representante ahí».

Efectivamente, preparamos un helicóptero en el que íbamos Adriano, Ramiro Matos y yo, piloteado por el Coronel Gabirondo Rondón y en dos aviones P-51, iban, Federico Fernández Smester y Renato Malagón Montesinos, quienes nos indicaban con la inclinación de las alas de los aviones, en donde estaban los alzados. Allí, yo mismo les lancé los volantes.

Terminada esta operación seguimos a Las Manaclas, con escala en Mao, en donde el General Carlos Jáquez Olivero nos reabasteció de combustible. Cuando nos aproximábamos a Las Manaclas, sobre la Cordillera Central, entró una llamada al piloto Gabirondo, quien nos informó que de Palacio nos pedían ir allá urgentemente.

Se había desatado una campaña en contra de mis actuaciones y, con excepción de don Emilio, me encontré enfrentado con casi todos. Yo sostenía que esos muchachos no tenían entrenamiento ni armas para sostener una guerrilla frente a cuerpos tan entrenados como el Batallón de Montaña, que si los ponían un rato en movimiento, los podían apresar «ajobachados», como dicen. Que no había necesidad de matarlos ni maltratarlos que si bajaban así, como muchachos traviesos, entonces no tendrían más calidad para convocar al pueblo a las montañas. Pero que si los mataban, entonces era que esa sangre iba a pesar mucho en el destino de la República. Contrariamente a lo que mucha gente pueda pensar, la mayoría de los oficiales con los que plantee esta tesis, estuvieron de acuerdo conmigo.

Yo, antes del alzamiento lo conocía en detalles. Había visto a Eligio Bautista Ramos (Mameyón) y a Luis Genao Espaillat en la carretera del Cibao transportando las armas en el carro Cadillac en que me había asilado, que se lo regalé a Mameyón al regresar del exilio.

Y unos días antes, conocedor de los planes que tenían algunos de eliminar a Manolo, concerté una entrevista secreta con Manolo. Nos reunimos en la casa de unos parientes de él o amigos, que vivían por la calle Wencesalo Alvarez. Nos dimos un fuerte abrazo y le advertí: «Manolo, no te vayas para la loma, que es un plan para matarte». «Mario, ya yo no puedo echar para atrás sin quedar como un cobarde», me dijo categóricamente. «Manolo, no tienes que echar para atrás…aplaza». «No puedo, Mario, todo está preparado». «Lo sé Manolo. Pero ustedes no están preparados para resistir la persecución de esos guardias que tienen años de entrenamientos y hacen vivaques frecuentes de veinte, treinta y cuarenta kilómetros. Además, ustedes no tienen armas. Las carabinas «Cristóbal», que ustedes le compraron a Camilo Todedman no sirven. Desde que disparas dos tiros, el cañón les baila o se le rompen las agujas del percutor. Yo lo sé porque yo también le compré seis. Por otra parte, el lugar a donde ustedes van es húmedo y frío. Se le mojarán las ropas y las botas, se resfriarán, se les dañarán los alimentos y las medicinas y tendrán que salir a buscarlos a las bodegas y los agarrarán como borregos». «Puede ser así, pero ya no puedo dar marcha atrás». «No te dejes dominar por muchachos cabezas calientes, como Poleo y Baby que tu saber que son como hijos míos y conozco muy bien cómo piensan». «No puedo, Mario. «Pues te matarán», «Pues me matarán». Nos dimos un abrazo y nos separamos.

Después del alzamiento, sostuve una larga y dura lucha para impedir la muerte de Manolo y los demás. Hubo reuniones en las que sostuve agrias discusiones y el 18 de diciembre sostuvimos una reunión de Gabinete en la que yo le dije a los triunviros y los ministros que estaban de acuerdo con ellos lo que iban a provocar para la República si persistían en su intención. Estaban presentes y de acuerdo conmigo, según me lo manifestaron, Pedro Manuel Casals Victoria, el doctor Alcibiades Espinosa, el General Ramírez Alcántara y el doctor Hipólito Sánchez Báez. Recuerdo que frente a la dureza de mis expresiones, el Coronel Gallart, Jefe de la Guardia Presidencial, abría ampliamente los ojos, como expresión de sorpresa.

Al terminar la reunión, manifesté que me retiraba y no volvería al ejercicio de mis funciones, pero que no renunciaba, sino que esperaría hasta que me cancelaran el nombramiento.

El 21 de diciembre mataron a Manolo y sus compañeros. Don Emilio renunció y trataron de persuadirlo a regresar, pero se negaba rotundamente. Me fueron a buscar para que lo persuadiera, pero cuando me vio, estaba sentado en un sofá, con un revolver al lado y me dijo «Mario, si intentas persuadirme, me pego un tiro aquí mismo». «No, don Emilio. Yo no vine a disuadirle sino a expresarle mi solidaridad». «Si es así, está bien. «Buenos días, don Emilio» Y me retiré.

Pocos días después, me llamó uno de los compañeros de Manolo, de los cinco que no estuvieron de acuerdo en entregarse, me dijo llamarse Luis Peláez, de Barahona, y me dijo: «Manolo le tenía mucho cariño y me dijo que si tenía algún problema que confiara en usted». Le pregunté qué le pasaba y me dijo que no quería regresar a su pueblo, porque temía que se dieran cuenta y lo mataran. Le indiqué que se asilara en una embajada de un país grande. Fue a la embajada Argentina y no lo recibieron porque no podía probar que era un perseguido político y me volvió a llamar. Entonces le dije: «Nadie en tu pueblo sabe que tu estabas en eso. Vete y pásate unos días entre distintos campos de tu región y después regresa. Si averiguan, comprobarán que estuviste en el campo». Así lo hizo y nada le pasó. Me escribió entonces las últimas horas con Manolo, en un relato que tituló «Lodo en las cayreles», describiendo cuando, después de oír el discurso de Manuel Enrique Tavárez, sometieron a votación si se entregaban o no. Eran trece y Manolo votó con los que no querían entregarse, pero aceptó entregarse con la mayoría, a pesar de que trataron de disuadirlo. Dijo que él era el Comandante y debía seguir la suerte de la mayoría. Los que no fueron, se quedaron en lo alto de una colina desde donde presenciaron lo que ocurrió con Manolo y sus compañeros en el pueblecito de Las Manaclas. Ese relato, escrito en unas hojas de cuaderno, se lo entregué a Enma Tavárez Justo y no conservé copia, pues consideré que se trata de un documento de familia.

Según me enteré recientemente, Luis Peláez falleció hace poco más de un año, en La Romana, en donde trabajaba en el Central Azucarero.

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