La muerte de Pedro Henríquez Ureña en la prensa Argentina

La muerte de Pedro Henríquez Ureña en la prensa Argentina

POR BERNARDO VEGA
Durante un reciente viaje a Buenos Aires conocí a una persona perteneciente a una familia que en una época fue dueña del periódico “La Prensa”, el más influyente en la década de los años cuarenta del siglo pasado.  Al enterarme de que el archivo de ese medio estaba aún disponible, le suministré la fecha de la muerte en esa ciudad, en 1946, de nuestro Pedro Henríquez Ureña. 

A los pocos días recibí lo que reportó ese diario sobre el asunto.  No fue materia de primera página, apenas dos columnas y una fotografía suya en una página interior.  Esa reseña que de inmediato reproducimos es desconocida por los dominicanos.  Es interesante notar que Jorge Luis Borges fue elegido para que a nombre de la Sociedad Argentina de Escritores asistiese al velatorio y Ezequiel Martínez Estrada para que hablase en el sepelio.

“‘La Prensa’, domingo 12 de mayo de 1946

Falleció el Dr. Pedro Henríquez Ureña

Un valor notable del pensamiento americano fue el Dr. Pedro Henríquez Ureña, fallecido ayer repentinamente en esta capital.  Dominicano de origen, se había consustanciado con la vida argentina desde los años de su madura juventud, a punto tal que su muerte, al propio tiempo que entraña una pérdida sensible para la intelectualidad del continente, toca íntimamente de cerca al país en que desenvolvió lo mejor, lo más finamente logrado, de su inteligencia y de su espíritu.

Su figura era familiar en nuestros círculos universitarios y culturales, y había obtenido, por la natural gravitación del merecimiento indiscutible, la respetuosa consideración general.  Apreciábase su vasta cultura, sustentada en una formación humanista amplia y segura y traducida con singular categoría a la perduración del libro y a la provechosa enseñanza de la cátedra; admirábase su disciplinada aptitud mental, que aseguraba para sus lectores y alumnos la seriedad de la información literaria o el vuelo señero, límpido, del concepto.

Y se le apreciaba no menos por sus dotes de amigo cordial, abierto siempre a las nobles solicitaciones del afecto.  Trascendía de su silueta espiritual una atracción que automáticamente envolvía a quien tuviera la oportunidad de tratarlo, de conocerlo en la intimidad de su conversación brillante, ingeniosa, en que la palabra ágil, certera, reflejaba con fidelidad al vivo impulso de la idea.  Ninguna definición mejor de esta personalidad, en búsqueda constante de la interpretación y la realización del hombre, que las frases estampadas en “Seis ensayos en busca de nuestra expresión”, uno de los estudios más agudos que se hayan dedicado a las letras argentinas:  “El arte había obedecido hasta ahora a dos fines humanos:  uno, la expresión de los anhelos más profundos del artista, del ansia de eternidad, del utópico y siempre renovado sueño de la vida perfecta; otro, el juego, el solaz imaginativo en que descansa el espíritu”.  Pedro Henríquez Ureña pudo enorgullecerse de esa doble conquista en su existencia equilibrada, en su múltiple obra de escritor, en su actividad de investigador y curioso incansable de las cosas del intelecto.

Traía en la sangre la pasión por las letras.  Fue su madre la poetisa Salomé Ureña, figura descollante de la literatura de Santo Domingo, donde nació él en 1884.  Su progenitor, Francisco Henríquez y Carvajal, figuró en lugar destacado entre los hombres públicos de su patria, cuyos destinos dirigió como presidente.  Pedro Henríquez Ureña obtuvo el título de bachiller en ciencias y letras en el Instituto Profesional Dominicano; se doctoró en leyes en la Universidad de Méjico y en filosofía y letras en la de Minnesota, Estados Unidos.

La escueta mención de su magnífica labor en tierras de América –porque fue un viajero incansable e inteligente, poseído de un entusiasmo contagioso, que suscitaba inquietudes fructíferas con la sola proximidad de su espíritu y de su saber- aflora con precisión la calidad de esta mentalidad privilegiada:  secretario de la Universidad de Méjico, en la que dictó las cátedras de español, de literatura inglesa y de la historia del lenguaje castellano:  cofundador de la Universidad Popular de la capital de ese mismo país; profesor de literatura española e hispanoamericana en la Escuela Nacional Preparatoria Mejicana; editor de “Las Novedades” de Nueva York; corresponsal del “Heraldo de Cuba” en Washington; profesor de español y de literatura hispana en las universidades de Minnesota, California y Chicago; coeditor de la “Revista de filología española”, del Centro de Estudios Históricos de Madrid –donde había seguido cursos especiales bajo la ilustre dirección de Ramón Menéndez y Pidal-; delegado dominicano al Congreso de Estudios Internacionales celebrado en Méjico en 1921; director-fundador de la Escuela de Verano, de la Universidad de Méjico; director general de educación pública en el estado de Puebla; delegado de su patria al Congreso Universitario de Montevideo de 1931, más su prolongada actuación entre nosotros.  Y, por sobre todo, el sutil artífice de “Literatura dominicana”, “La enseñanza de la literatura”, “Tablas cronológicas de la literatura española”, “Don Juan Ruiz de Alarcón”, “Estudios sobre el Renacimiento en España”, “Comienzos del español en América”, “El nacimiento de Dionisos”, “En la orilla:  mi España”, “La utopía de América”, “La cultura española desde Alfonso el sabio hasta los Reyes Católicos”, y selecciones, entre las cuales cabe citar “Antología clásica de la literatura argentina”, en colaboración con Jorge Luis Borges; “Antología del centenario” y “Antología de la versificación rítmica”.

Pedro Henríquez Ureña escribió desde los 15 años para la prensa.  “Ensayos críticos”, su obra inicial, vio la luz en Cuba, donde residió desde los 19 a los 22 años.  Se trasladó más tarde a Méjico, donde en unión de Alfonso Reyes y otros jóvenes intelectuales de la hora fundó la Sociedad de Conferencias, convertida después en Ateneo de la Juventud.  Se radicó algún tiempo en los Estados Unidos de América y visitó a España, donde publicó su primera obra fundamental, “La versificación irregular en la poesía castellana”.  Ya para entonces le había dado fama su libro de ensayos “Horas de estudio”, y se reconocía su benéfica influencia en la cultura americana.  “Sin saberlo, enseñaba a ver, a oír, a pensar”.

En 1923 se trasladó a nuestro país.  Las más altas casas de estudios argentinas lo contaron entre sus docentes:  fue profesor en las universidades de Buenos Aires y La Plata, en el Instituto Nacional del Profesorado Secundario, en el Colegio Libre de Estudios Superiores, organismos en los que desarrolló hasta sus últimas horas, una tarea pedagógica extensa y eficaz.

Sólo en dos ocasiones estuvo ausente de la Argentina por cierto tiempo, dentro del lapso de más de veinte años que vivió entre nosotros:  de 1932 a 1934, en que fue llamado a dirigir la enseñanza en Santo Domingo, y en 1940-1941, en que dictó en la Universidad de Harvard un curso de especialización literaria.  No menos fecunda es la producción que deja dispersa en infinidad de artículos, ensayos, comentarios críticos.  Su bibliografía abarca más de sesenta títulos.

El escritor desaparecido pertenecía a diversas corporaciones universitarias y culturales, entre ellas, la Sociedad de Conferencias de Méjico, la Asociación de las Artes de La Plata, la Academia Argentina de las Letras, como miembro correspondiente, la Sociedad Hispánica de América, de Nueva York, la Sociedad Chilena de Historia, en calidad de miembro supernumerario, el Ben Club de Buenos Aires y Madrid, etcétera.

Se lo ha calificado a Henríquez Ureña como el americano más viviente de sus años.  Y la afirmación no parece desacertada.  Vivió consagrado a cumplir su vocación y a estimularla en otros, en beneficio de la cultura del continente.  Su obra es un aporte excepcional para esa alta finalidad.  Así pueden testimoniarlo las generaciones de estudiantes que en nuestras escuelas superiores tuvieron en él al maestro para quien los problemas fundamentales de América, problemas de educación, nunca fueron ajenos.

Adhesión de entidades al duelo-

El Instituto Nacional del Profesorado Secundario de la Capital resolvió designar al cuerpo de profesores de la sección castellano y literatura para concurrir a la capilla ardiente, enviar nota de pésame a los deudos, y nombrar al profesor Raúl José Moglia para hablar en el acto de la inhumación.

Por su parte, la Sociedad Argentina de Escritores dispuso nombrar una comisión formada por los señores Jorge Luis Borges, Julio Aramburú, Alberto Prando, Pedro Miguel Obligado y Julio Rinaldini para asistir al velatorio, y encomendar al señor Ezequiel Martínez Estrada para hablar en el sepelio.

En representación del Colegio Libre de Estudios Superiores pronunciará un discurso el profesor Roberto F. Giusti”.

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