La muerte del poeta

<p>La muerte del poeta</p>

MANUEL MORA SERRANO
Andaba lejos del país cuando supe al llegar la noticia dolorosa de la muerte de un poeta. De un poeta humilde a quien había elegido príncipe de los bohemios nacionales.

Era un beodo, más que de alcohol (que ingería en abundancia desusada), de poesía, de palabras hermosas, de metáforas. Era tan decididamente poeta que se convertía a veces en una necedad social. A muchos le molestaba su insistencia en intervenir en las conversaciones y decir lo que pensaba sin importarle el sitio o la ocasión, pero a otros nos parecía un ejercicio absoluto de la libertad de expresión y un ejemplo señero de la auténtica democracia humana.

En estos tiempos nos hemos acostumbrado a la muerte de los artistas como si fuese algo sin importancia. La insensibilidad cultural del país ha llegado a extremos alarmantes. Mueren sencillamente, se van y nadie eleva por ellos una plegaria lírica.

Algunos que solíamos despedirlos, hemos callado, porque no hay sitio en el clamor político y en las chácharas de la farándula o el deporte o en la crónica negra del crimen y el peculado, para que nos escuchen como ayer, para que respeten la gloria de ser escritor o pintor o escultor o arquitecto o músico de verdad en estos tiempos.

Estamos en la era del músculo, del espectáculo banal, de la bachata y la sátira. Los millones los dispensamos a esos que no piensan, que no tienen que pensar ni ejercer el intelecto para alcanzar fama y nombradía. Como en el caso de la rima de Bécquer con el arpa, el que está arrinconado es el artista, el filósofo y el científico puro.

La muerte de Dionisio López Cabral pone en el tapete estas verdades, a pesar de que él tuvo quien lo despidiera, porque hubiera sido el colmo que un hablador de su categoría se fuese en silencio, en silencio de los suyos, de aquellos que amó y estaba a punto de defender con su vida si hubiera sido menester.

La bandera del intelecto está de media asta permanente por la indiferencia pública ante los lauros o los fracasos de sus artistas del pensamiento o de la plástica, incluyendo la pintura, la escultura y la música.

Y es al pie de ese lábaro sombrío donde quiero dejar constancia a modo de corona de siemprevivas, de mi protesta inútil, mi resabio ineficaz, modificando las palabras ya consagradas y clásicas, pero ceñidas a nosotros nada más.

¡Ah República infeliz, que ni siquiera después de muertos reconoces a tus grandes hombres!.

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