POR RAMON FLORES
Al interior de una democracia madura, el poder lo otorga el votante, se ejerce en nombre del votante y persigue un objetivo muchas veces ambiguo que se define como el interés público. En ese contexto, el Gobierno se organiza para entregar las obras, los bienes y los servicios por los cuales paga la sociedad.
Para asegurar eficacia y eficiencia en esa entrega y el derecho de todos los ciudadanos al empleo publico, se organiza una administración en donde el grueso de los puestos se alcanza mediante concurso que ignoran la militancia política de los candidatos.
Si la militancia partidaria no es esencial para el trabajo y para el disfrute de otros derechos ciudadanos y el concurso es el camino hacia el empleo publico, tanto la militancia partidaria como la administración pública se convierten en espacios para demostrar y desarrollar talentos y liderazgos que eventualmente podrían ser aprovechados en las más altas instancias del gobierno.
Al interior de un régimen totalitario, partido y Gobierno se funden. Como consecuencia, las altas posiciones se ganan a través del partido y nadie ocupa una posición dentro del Estado en contra del partido.
Al interior de una democracia populista-clientelar para denominarla de alguna forma, el poder lo otorga el votante y se ejerce en nombre del votante. Pero lejos de perseguir el interés publico, el ejercicio del poder considera al Estado como un botín de guerra que se reparte entre aquellos que coadyuvaron a la victoria. En ese régimen todas los puestos públicos son puestos políticos a ser asignados a través de los partidos vencedores. Y eso incluye al conserje de un hospital o una escuela o el peón de una brigada agrícola. Para alcanzar derechos ciudadanos elementales la población siente la necesidad de exhibir una militancia partidaria que puede ser real o ficticia. Entonces la militancia partidaria y administración publica devienen en una escuela en donde la gente aprende cómo obtener su parte del botín.
QUE SE GANEN OTRA SU ESPACIO
Visto desde la perspectiva de un Estado democrático, la mujer dominicana se ha ganado muchas veces su espacio. Además de constituir la mitad de los miembros de una sociedad donde las personas supuestamente cuentan, la mujer se ganó gradualmente su espacio a lo largo de una historia llena de luchas y acontecimientos dramáticos, arriesgando generosamente su vida en el frente o arriesgando su vida en el apoyo y protección de aquellos colocados en el frente.
Continuó ganándose gradualmente su espacio con su tesón y sacrificio para mantener la unidad de esta sociedad y para ayudar a otros a ganar el suyo. La mujer dominicana ha sido por siglos una fuerza constante en favor no solo de la unidad de su familia sino de una sociedad, en donde el irrespeto a la ley la coloca permanentemente en la lista de estados riesgosos. Y ha sido el motor y la guía que han permitido a muchos ganar principalia en un ambiente precario y difícil.
Y finalmente, al acercarse la sociedad del conocimiento, la mujer se ganó gradualmente su espacio en el campo del saber. Hoy, en este país las mujeres son mayoría entre aquellos que completan una educación básica, entre aquellos que completan el bachillerato, y entre aquellos que terminan una carrera en educación, en derecho, en medicina, en ciencias sociales y pronto en ingeniería. Y a pesar de las cargas adicionales que la cultura les asigna, su mejor desempeño en la escuela comienza a expresarse en un mejor desempeño en el ejercicio profesional.
Sin embargo, en el régimen populista-clientelar no se acumulan meritos en la militancia, en el ejercicio profesional o en el servicio publico. Visto el Estado como el botín de los vencedores, lo que finalmente cuenta son las habilidades y las destrezas para alcanzar su parte. Y la lucha por la parte individual comienza en las convenciones de los partidos. Entonces, una competencia política entre los miembros de una misma organización superarán sus límites naturales para convertirse en peleas de tigueres, en donde aquellos que realmente desean ganar deben despojarse de todo sentido de dignidad y decoro, asimilar los vicios del oficio, aprender el arte de la zancadilla y la exclusión, y conquistar su puesto a empujones y papeletazos limpios. Porque la posición que cada quien ocupe en la jerarquía partidaria no solo define las posiciones que podrían alcanzar en la dirección en el Estado, como funcionario electo o como funcionario nombrado por los mandatarios electos, sino también el disfrute de las ventajas que esta sociedad otorga a los miembros de la jerarquía partidaria, estén o no en el poder.
Por eso, en el fragor de convenciones que se desarrollan en la cercanía de elecciones congresionales y municipales, el arte de la exclusión alcanza niveles insospechados. Y la frase que las mujeres se ganen su espacio, que es una invitación a cualquier cosa, se convierte en consigna que se vocifera entre aplausos de asamblea, se discute entre tragos de tertulia y se secretea en conversaciones políticas de aposento.
UNA PARTICIPACIÓN NECESARIA
Ahora bien, el agotamiento del modelo populista-clientelar ha fortalecido la opinión de aquellos que entienden que la renovación política es imprescindible para el mantenimiento de la democracia dominicana. Y en la República Dominicana, esa renovación necesaria no es posible sin una adecuada participación de la mujer y otros grupos sub-representados en la dirección de los partidos y la dirección del Estado.
Esa participación se vuelve más evidente en la medida en que el tigueraje ensacado comienza a botar el cobre. Al margen de las creencias y afiliaciones partidarias de cada uno, los gritos y abucheos contra mujeres talentosas que han sufrido la caída de los suyos y han dedicado su vida a la actividad política desnudan un quehacer en donde se va perdiendo el sentido del límite. La gradualidad esgrimida por otros desnuda un liderazgo político siempre dispuesto a buscar atajos para no verse obligado a confrontar por asuntos medulares. Y después de cuatro décadas de democracia y crecimiento económico con estabilidad, muchos han aprendido a sospechar que esas consignas y esas gradualidades que hoy se emplean para negar a la mujer el espacio muchas veces ganado, es la misma consigna y la misma gradualidad que han servido para justificar las grandes exclusiones que caracterizan a la sociedad dominicana.
Desde luego, no se refiere aquí a la participación de unas pocas mujeres, pues unas cuantas golondrinas no anuncian el temporal. Tampoco se refiere a las mujeres machas y tigueronas dispuestas a cualquier cosa. Pues nada empeoraría y afearía más la política criolla que la presencia masiva de ese espécimen en una actividad dominada por tigueres machos. Aquí se habla de la participación importante de mujeres que reivindican su condición de mujer, aportando al quehacer partidario y a la conducción del Estado su sensibilidad, su visión y su reciedumbre moral; introduciendo pudor, comedimiento y ternura a una actividad que se ha vuelto demasiado áspera y escandalosa. Y sumando a la vida pública sus capacidades profesionales e intelectuales.
LA REFORMULACIÓN DE LA CUOTA
Aún cuando la democracia establece la competencia abierta como mecanismo para seleccionar a los conductores de las organizaciones políticas y del Estado, la misma reconoce que los grupos largamente excluidos carecen de la capacidad para competir con los grupos incluidos en base a las reglas y procesos que han propiciado la exclusión. Por ejemplo, con los méritos sociales y políticos y los logros profesionales de la mujer y otros grupos, su escasa participación en la plana mayor de los partidos y del Estado solo puede explicarse por el predominio de reglas y procesos de escogencia que discriminan y excluyen a muchas de las personas más competentes de la nación. Y para esos casos la democracia legitima reglas de juego que al tiempo de estimular la competencia permitan superar la discriminación y de exclusión.
El país cuenta ya con un ejemplo notable. Hace ya ocho años, el Consejo Nacional de la Magistratura evaluó a muchos hombres y mujeres de singular talento. Uno no recuerda la distribución porcentual de los aspirantes, pero sí el resultado final. El Consejo escogió 5 mujeres y 11 hombres para integrar la Suprema Corte de Justicia. Pudo no escoger hombres o no escoger mujeres. O escoger 6 y 10, 7 y 9, 8 y 8, 9 y 7 ó 10 y 6. Pero lo importante es que sin un mandato legal que le obligase, un Consejo integrado por representante de los tres Poderes del Estado y actuando de conformidad con la dirigencia de los partidos entendió la conveniencia de asegurar simultáneamente idoneidad, competencia y una adecuada composición de género. El proceso seguido permitió que 30% de los miembros del tribunal supremo sean mujeres, creado el precedente que las sucesivas renovaciones habrán de consolidar y mejorar.
Sin embargo, esa misma dirigencia política no se ha esforzado por diseñar y aplicar reglas y procesos democráticos de escogencia que mejoren la composición de género en la dirección de sus respectivas organizaciones. Y ni el Presidente de la República ni el Congreso han hecho esfuerzos para mejorar la composición de género en sus respectivos dominios.
Este país sera mucho mejor cuando se logre una equilibrada participación de la mujer en los comités políticos y centrales de los partidos, en los puestos ministeriales, en la plana mayor de las Fuerzas Armadas y la Policía, en la conducción de las grandes entidades descentralizadas y empresas del Estado, en el Ministerio Público y en ambas cámaras del Congreso. Pero tal y como están estructuradas las cosas, sin mecanismo de salvaguarda que le aseguren a través de la cuota una masa crítica en las estructuras de poder, no importa la duración y calidad de su militancia y su preparación profesional, al interior de una democracia populista-clientelar y una cultura de exclusión, esa mujer que ya ganó su espacio, no llegara a ocuparlo.