Chile es un país largo y apretado: por un lado la inmensa Cordillera de los Andes, del otro el Pacífico. En el norte el desierto y al sur el Estrecho de Magallanes. Chile es un país del confín. Y tiene el mérito de haber logrado dos premios Nóbel de literatura de la mano de dos poetas: Gabriela Mistral y Pablo Neruda. La primera, mujer, lesbiana, educadora, recibe el Premio en 1945 con el mundo estremecido aún por la Segunda Guerra Mundial. Neruda, comunista militante, autor de “Alturas de Macchu Picchu” y hermosos versos al amor («amo el amor de los marineros que besan y se van»), lo recibe siendo embajador en París del gobierno socialista de la Unidad Popular, en 1971. Antes, Neruda debió vivir la persecución, la clandestinidad y el exilio cuando el gobierno de su país en 1948 impuso la “Ley de Defensa Permanente de la Democracia”, conocida también como la Ley Maldita, que prohibió la participación política del Partido Comunista.
Aquella “larga y angosta franja de tierra” ha parido también a la Violeta Parra (cuyo centenario se acaba de cumplir), a su hermano Nicanor, forjador de la antipoesía. Chile fue también la tierra del cantor Víctor Jara (asesinado cruelmente en 1973), del pintor Roberto Matta, la patria de los científicos Humberto Maturana y Francisco Varela que revolucionaron la biología con el concepto de autopoiesis (los sistemas vivos se producen a sí mismos), y de Salvador Allende, líder del primer intento de desarrollar el socialismo por la vía electoral, cercenado por el brutal bombardeo a La Moneda el 11 de septiembre de 1973. Trescientos años combatieron los Mapuche al conquistador español en las tierras de altas araucarias.
Y han llegado a triunfar en el cine. Precisamente, en 2016 un grupo de jóvenes chilenos deslumbraron al mundo ganando un premio Óscar con la animación “Historia de un oso”, hermoso y conmovedor relato de un oso que se desvive en ternura por su familia, a la que extraña y recuerda mientras trabaja de organillero. Sufre el encierro en un circo y la persecución por escaparse, en un poético paralelismo con el exilio chileno a causa de la dictadura de Pinochet. Nunca se llega a saber si el oso ha perdido a su esposa y su hijito para siempre.
Aquella sociedad en la que se impuso a sangre, fuego y contubernios oscuros una legalidad injusta y una moralidad opresora que hasta logró la prohibición de películas, vuelve a festejar y llamar la atención del mundo cuando el pasado domingo la película “La mujer fantástica” ganó un nuevo Óscar, esta vez como mejor filme extranjero.
El papel protagónico en “La mujer fantástica” lo encarna Daniela Vega, actriz transgénero que interpreta su propia historia. Daniela, que nació hombre, pero siempre se sintió mujer, pasó un año en cama con depresión por no poder encontrar trabajo, y aún hoy viaja con el pasaporte que la designa varón, su sexo de nacimiento. Ha podido cambiar de género, pero no se le permite cambiar legalmente de identidad ni de nombre, reprimiendo su libertad. Ahora su país se ve empujado a terminar de discutir una nueva Ley de Identidad que termine con esas prohibiciones oprobiosas.
Daniela le cuenta al mundo su existencia, en la que la libertad se sobrepone a las leyes y premisas inventadas para imponer un determinado orden. “La mujer fantástica” es una invitación a mirarnos. A pedir perdón y a reparar, a aceptarnos y respetarnos. Al goce de nuestros cuerpos y nuestras almas, y no al sufrimiento obligado por la injusticia. A experimentar la sagrada autonomía y el derecho de cada quién a decidir su íntima verdad sin dañar a otros. A que las leyes no sean la tiranía de la moral de unos pocos en contra del básico derecho a la felicidad. Y es que el ser humano es la tenacidad contra todo límite y predestinación. Como dijo Eduardo Galeano, “somos lo que hacemos para cambiar lo que somos”.