La mutual Nixon-Kissinger

La mutual Nixon-Kissinger

SERGIO SARITA VALDEZ
A pesar de lo innegable de la certera expresión de que hoy no es ayer, ni mañana podrá ser igual al presente, tampoco deja de ser verdad lo valioso del conocimiento de la historia para comprender la realidad contemporánea, así como su ayuda incalculable en la planificación del porvenir. Igualmente es importante tomar en cuenta el papel de los líderes como cabeza vanguardista en el trajinar de los pueblos.

 De ahí lo provechoso del estudio detallado sobre el comportamiento y ejecuciones de Jefes de Estados, comparando éstas con sus planteamientos teóricos y retóricas discursivas.

El libro Nixon y Kissinger, publicado en junio de 2007 por la editora Harper Collins, sirve a nuestro propósito. Ha sido escrito por Robert Dallek, pasado presidente de la Sociedad Americana de Historiadores, así como Fellow de la Academia Americana de Ciencias y Artes, autor además de uno de los libros más vendidos en los Estados Unidos: John F. Kennedy, una vida sin final.

Discrepando del punto de vista del filósofo alemán Georg Hegel, según el cual «las naciones y los gobiernos nunca han aprendido de las lecciones de la historia», Dallek entiende que  muchas de las interrogantes que se plantean en esta obra son de relevancia para el manejo de la actual problemática nacional e internacional que viven los Estados Unidos de Norteamérica. El autor estima que la política de Nixon en la guerra de Vietnam fue un verdadero desastre y que la orquestación y derrumbe del gobierno chileno de Salvador Allende constituyó una fea mancha en la hoja de política exterior de la administración Nixon-Kissinger. Igualmente cataloga de error el comportamiento norteamericano en el conflicto bélico de los setenta entre la India y Pakistán. De forma parecida valora el rol de cómplice de Kissinger en el manejo del escándalo de Watergate.

Robert Dallek considera a Richard Nixon como un individuo depresivo. Para avalar su apreciación refiere que tal vez Winston Churchill estuvo correcto cuando dijo que detrás de cada hombre extraordinario se esconde un niño infeliz. Enfatiza que la mayoría de los políticos entran a la vida pública con la ambición de llegar a ser famosos y adulados, aún al costo de los valores éticos. Narra que a finales de 1968 Nixon mantenía contacto con el gobierno de Vietnam del Sur y los instaba a que no asistieran a las negociaciones de paz en París ya que favorecían a Johnson y su candidato demócrata. Debido a que estas informaciones llegaron a oído del presidente Lyndon B. Johnson, el 3 de noviembre de 1968 el candidato republicano conversó por teléfono con el mandatario texano, a quien le aseguró la falsedad de las informaciones. Al colgar el aparato, Nixon y sus amigos se echaron a reír a carcajadas. Apunta Robert que los testimonios grabados y escritos de Nixon muestran una persona reservada, diabólica, dolorosamente insegura, errática, cargada de energía y en pelea contra demonios internos para alcanzar la grandeza. Dice que Richard pretendía vender una imagen con una fachada contraria a su realidad. William Safire, quien le escribía los discursos, decía: «Él quería que lo vieran como un hombre vertical, sincero, piadoso, sereno durante las crisis, acosado por enanos y despreciados aristócratas…un hombre del pueblo que nunca olvida a los suyos. Debajo de la careta se ocultaba un hombre belicoso, solitario, que odiaba el esnobismo».

El mismo Kissinger lo describe como «un hombre muy extraño, desagradable, a quien no le agradaba la muchedumbre. Lo que no comprendo es el por qué se metió en política». Concluía Henry que quizás lo hizo como una forma de terapia vocacional. Entre sus íntimos Henry usaba términos peyorativos como esos de «loco maníaco», «el amigo borrachón» y el de «cerebro de carne». John Ehrlichman, asistente de Nixon en los asuntos domésticos y partícipe del escándalo de Watergate, dice que su jefe era: «un tipo nervioso, neurótico, impetuoso que mordía las uñas, a quien le preocupaba con desesperación todo lo que la gente escribiera o dijera de él. Montaba una fachada de despreocupación ante los comentarios adversos, en tanto que por dentro se sentía devastado por las críticas». William P. Rogers, secretario de Estado,  lo veía como «maquiavélico, embustero, egoísta, arrogante e insultante».

En el epílogo del libro de 740 páginas Robert Dallek concluye que la relación Nixon-Kissinger fue posiblemente la más significativa de las colaboraciones en la historia de la Casa Blanca.  Explica que dicha asociación demuestra que en materia de política exterior el talento, el conocimiento y la experiencia no son una garantía para el éxito final. Desde luego que es preferible contar con líderes que tengan dichos atributos pero que nadie es dueño del monopolio de la sabiduría. Acota Dallek que Thomas Jefferson aconsejaba una eterna vigilancia como garantía del sistema democrático. Cuando la ciudadanía da como buena y válida todas las ejecutorias de sus líderes, la sociedad se torna vulnerable a la decepción y al fracaso.

¿Qué hay de común entre el Bush de 2007 y el Nixon de los 70 del recién pasado siglo? ¿Cuál y cuánta será la diferencia? De Vietnam con su secuela de muertos, adictos y lisiados, a la guerra de Irak, terrorismo e inseguridad de ahora ¿Cuánto paralelismo y cuánta diferencia habrá? Ese debe ser el tema de reflexión para quienes se interesen en leer con detalles el interesante aporte del historiador Robert Dallek.                          

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