La nueva selva de las leyes

La nueva selva de las leyes

EMMANUEL RAMOS MESSINA
El conocimiento de la ley es un lujo de unos pocos… E. R.
Las repúblicas tropicales de playas y cielos en denso tecnicolor andan con fundamentos y bases absurdas. El colorido como el de ciertos peces, es para engañar y distraer las inocencias… El primer absurdo constitucional (obra de Pinocho el de la nariz), es el de que la soberanía reside en el pueblo (el Rey), y que el Congreso es simplemente un subalterno cuya mente y manos gobierna el pueblo; otro, el que una vez publicada una ley, ésta se reputa conocida por todos, presentes o ausentes. Sobre esos absurdos repetiremos una vez más, como martillando, cosas que muchos hemos dicho en un país de ilusos sordos.

La publicidad hoy día sirve para muchas cosas útiles, tales como vender mercancías, servicios, espectáculos, coca-colas y hasta para anunciar y comunicar las leyes. Ahora, la publicidad es la savia del mundo: lo que no se publica es como si no existiera. El que se muere de incógnito, queda vivo.

Como ya anticipamos, la publicidad, difusión y comprensión de las leyes, es actualmente un aspecto que conviene estudiar. Una vez dictadas las leyes, precisa comunicarlas a los ciudadanos para que éstos se enteren, las entiendan y puedan cumplirlas. La vida en sociedad se basa en el dogma de que tras su publicación, nadie puede alegar su ignorancia. De otro lado, la democracia se basa en que los congresistas son los representantes del pueblo «soberano», del que dicen dicta las leyes, pero en verdad aquí el pueblo no es nada «soberano», se entera muy poco de lo que hacen con su soberanía. Hoy día, lo de su soberanía es un mito y un chiste de pésimo gusto.

En nuestro clima, el Congreso y el pueblo apenas se conocen, es más, se ignoran y con razones suficientes. Al ciudadano las leyes raras veces le dan algo y siempre le quitan mucho. Le quitan sueldos y le regalan inflación, impuestos y a veces algunas esperanzas. Para él, el Congreso está más remoto que la estrella polar, y su mente, generalmente analfabeta, es extranjera a las leyes, sean éstas de simples cultivos o complejas, como las relativas a armas atómicas, tratados y globalizaciones.

Los que entran en una oficina de abogados, se asombran de la densa selva de las leyes, de la enorme cantidad de libros de leyes, boletines judiciales y de doctrina; y piénsese que aquí sólo se trata del caso particular de las leyes nuestras, que son pocas si se las compara con las internacionales o de una federación de Estados como México, o los Estados Unidos de América, donde existen leyes federales, estatales, locales y cantonales. Las bibliotecas jurídicas de esos países son más grandes que nuestra anémica Biblioteca Nacional, y su sistema informático es inmenso y costoso. De hecho, nadie es tan genial como para conocer todas las leyes de su país y esa situación es obvio que se torna contra el ciudadano, que para enterarse tiene que sudar o pagar caro a abogados o exponerse a violarlas.

Y lo que es peor, es que gracias a los vuelos fáciles, puede ocurrir que alguien se desayune bajo las leyes españolas, almuerce bajo la Torre Eiffel, cene bajo el pabellón ruso, caiga en una mezquita iraquí y duerma en la muralla china, regido por todos los millares de leyes en todos los idiomas, que se reputa en cada sitio debe de conocer. Y muchas veces ocurre que lo que es perfectamente lícito en un país, es perfectamente ilícito y un crimen en otro, por lo que el viajar puede ser tan peligroso como jugar a la ruleta rusa; o puede tal vez ocurrir que en un país estar en drogas puede llevar a la cárcel, y en otro puede llevar a la presidencia…

Cuando un niño nace, cuando a sus pulmones llega el primer hálito de aire, sobre su tierno cuerpecito se desploman millones de leyes que van a regir su vida; y sin que la dulce madre se entere, caerán sobre él toneladas de decretos que podrían aplastarlo. A medida que la criatura crece, se irá tropezando con normas y trampas, las que de una manera gradual deberá ir cumpliendo o sorteando, hasta que llegado a su discernimiento, cuando las viole, no recibirá un dulce castigo materno, sino las horribles caricias de una cárcel de Guantánamo o de Fidel o un antro como los nuestros, cuyos barrotes, crueldad y suciedad parece que engordan con los años.

El asunto de publicar la ley, de llevarla al conocimiento de los súbditos, siempre fue problemático, pues hasta al mismo Jehová, cuando vía Moisés publicó las doce tablas, le costó acudir a milagros, tales como zarzas ardiendo, rayos luminosos, truenos estrepitosos y serpientes venenosas, para así tratar de llamar la atención de los pecadores dedicados febrilmente a la adoración de los becerros de oro.

Más adelante los gobernantes publicaban y pregonaban sus leyes con coloridos bandos, pífanos y tambores, y las fijaban en sitios públicos, tribunales y templos; ahora ellas se publican y difunden en diarios, gacetas, boletines, internet, por lo que el lector debe zambullirse entre decenas de computadoras y de papeles hurgándolas. Pero esto es como buscar una aguja en un pajar, y cuando la encuentras no las entiende. Así, el estar al día legal, es cosa de expertos, abogados, o de ociosos. Pero el asunto se agrava, pues el contenido de la ley se hace, día a día, más complejo, y de un simple «no matarás» de antes, se pasa ahora a leyes que sólo un experto legal, un premio Nóbel, un gran físico o un astronauta de la Nasa pueden entender.

Para el colmo, en nuestro iletrado país ocurrió el absurdo caso de que desde la ocupación haitiana hasta los finales del siglo XIX, las leyes regían en francés (las que se presumía, como de costumbre, que el pueblo conocía). Sólo con la intervención de Dios, que es políglota, pudo sostenerse esa insólita y absurda situación.

Así, la presunción del conocimiento de la ley, es una burla constitucional que hace que el ciudadano camine en la vida asustado como en un campo minado, en que un impuesto puede volarle una pierna a la cartera, y eso lo usa el Estado y los malos gobernantes para mantener al ciudadano asustado, aterrorizado, y a raya.

Es obvio que el problema de difusión de las leyes día a día se torna más complejo y absurdo. Y estamos muy alejados de que las leyes sean simplificadas, universalizadas o resumidas en fórmulas breves y mágicas; y menos que desde la infancia, junto con la aritmética elemental, se enseñe el derecho elemental hasta pasar a asuntos más complejos de la vida jurídica. Mientras tanto, el indefenso ciudadano andará por este mundo asustado y rogándole a Dios no violar una ley cada vez que respire.

Así se comprueba el penoso espectáculo de que las leyes que se suponía estaban a favor del ciudadano, sencillamente están en su contra.

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