Antes de efectuar una inversión millonaria, los grandes consorcios escuchan reverentes y arrodillados la opinión de los expertos. La única asesora válida en las opciones relacionadas con la felicidad es la sabiduría. La Biblia realza así su valor: “La preferí a cetros y tronos, y, en su comparación, tuve en nada la riqueza… todo el oro, a su lado, es un poco de arena, y, junto a ella, la plata vale lo que el barro” (Sabiduría 7, 7 – 11). La conclusión es obvia: la sabiduría relativiza todo lo que nosotros acostumbramos a valorar.
Para nosotros los cristianos, Jesús es La Sabiduría de Dios. En el evangelio de hoy, un joven le pregunta: “¿Maestro bueno, que debo hacer para heredar la vida eterna?”. La respuesta de Jesús pone de cabeza su pregunta. Es como si Jesús le respondiera: — Me llamas bueno, ¡qué sabrás tú quién es bueno! Mira, la vida eterna empieza ahora, e inicia por empobrecerte. No es asunto de “heredar”, es asunto de vender todo y regalárselo a los pobres, que jamás podrán devolverte nada. — Para ese muchacho, la opción más sabia, era seguir a Jesús en pobreza.
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A seguidas, Jesús expresa una enseñanza para todos: ¡qué difícil les será optar por el Reino de los cielos a los que se aferran a las riquezas y la seguridad que conllevan!
La Sabiduría nos invita a escuchar la Palabra de Dios, que “juzga los deseos e intenciones del corazón”, (Hebreos 4, 12-13). Ella nos revelará cuál es nuestra opción fundamental.
Si nuestra opción es vivir para acumular, acabaremos dueños de tantas cosas, que no cabremos por la puerta estrecha del Reino: el compartir gratuitamente lo que somos y tenemos.
Al que consiga entrar, el Salmo 89 le asegura una vida de “alegría”.
Las riquezas nos deciden, ¡la alegría del seguimiento, también!