La oportunidad del libre comercio

La oportunidad del libre comercio

EDUARDO JORGE PRATS
Un sentimiento de pesimismo y de resignación embarga a los dominicanos tras la aprobación congresional del Tratado de Libre Comercio con Centroamérica y los Estados Unidos. Se asume el tratado como un «fait accompli» ante el cual nada podemos hacer que no sea aceptar lo que, en el mejor de los casos, se entiende como un mal menor, en comparación con la posibilidad de que la República Dominicana no pueda acceder al mercado norteamericano en las mismas condiciones que sus vecinos de la región.

Castigaríamos al lector si aprovechamos este espacio para hacer una apología de las bondades del libre comercio en comparación con el proteccionismo. Quien quiera saber en dónde reside «la magia y el misterio del comercio» sólo tiene que leer el libro que con ese título ha escrito mi buen amigo costarricense Rigoberto Stewart. Rigoberto, que bien pudiera ser nuestro Adam Smith del siglo XXI, asume el dogma del libre comercio al extremo de que critica los tratados comerciales, los cuales entiende como mero mecanismo de compensación para los productores beneficiarios del proteccionismo, y se inclina por una apertura unilateral.

Pero no son estos tiempos para verdades absolutas. Ya sabemos que los economistas son aquellos especialistas que se pasan la mitad del año explicando qué políticas económicas debemos adoptar para luego pasar el resto del año explicando por qué no funcionó el modelo propuesto. En economía, más que cambios de paradigmas a la Kuhn lo que tenemos en verdad es el eterno retorno de los viejos paradigmas. Ya vendrán otros tiempos en que el chance le tocará a los viejos paradigmas del Estado desarrollista y del fomento industrial. Ahora es el turno del libre comercio.

Dos razones me parecen poderosas para aceptar y propiciar el libre comercio y las dos las explica –paradógicamente– Carlos Marx. Primero, el libre comercio favorece a los consumidores: «Imponer aranceles proteccionistas sobre los granos extranjeros es infame, es especular con el hambre de los pueblos», dijo el alemán gruñón. Segundo, el libre comercio agudiza las contradicciones del sistema. «Pero, en general –explica Marx–, el sistema proteccionista de nuestro día es conservador, mientras que el libre comercio es destructor. Este rompe las viejas nacionalidades y empuja el antagonismo del proletariado y la burguesía hasta su punto extremo. En una palabra, el sistema de libre comercio apura la revolución social. Es sólo en este sentido revolucionario, caballeros, que yo voto a favor del libre comercio».

Y he aquí donde radican las bondades del TLC. Al disminuir drásticamente los ingresos del Estado por concepto de aranceles, el Estado se ve constreñido a eficientizar la administración tributaria y gravar a los que tienen mayor capacidad contributiva. Al abrir de par en par las puertas de nuestras fronteras a los productos extranjeros y a la inversión foránea, el Estado se ve obligado a aplicar leyes de defensa del consumidor y las normativas sanitarias y a combatir la competencia desleal. Si a esto se suma la entrada en vigor de las cláusulas medio ambientales, anti-corrupción y laborales del TLC, el resultado neto –más allá de la erosión a corto plazo de nuestras ventajas competitivas– es una notable mejoría de la seguridad jurídica, la protección del consumidor, la transparencia gubernamental, la conservación del medio ambiente y la preservación de los derechos de los trabajadores.

La oportunidad del libre comercio para nuestras sociedades es que el comercio contemporáneo no responde ya al modelo del capitalismo salvaje sino del comercio justo y del desarrollo sustentable. Es cierto que el mayor proteccionismo se encuentra hoy en los países industrializados y que la libre circulación de mercancías no es acompañada por el libre tránsito de las personas, pero los Estados del Tercer Mundo, racionalizando el gasto público, invirtiendo socialmente y propiciando la competitividad de las empresas nacionales, pueden perfectamente incrementar el ritmo de crecimiento y atraer los capitales y los ahorros del Primer Mundo hacia inversiones productivas y no de corto plazo. El libre comercio por sí solo no garantiza la prosperidad y el desarrollo económico. Pero es un primer paso, en lo que se arriba, como propone David Held, a un pacto global que sustituya al Consenso de Washington por una alternativa verdaderamente socialdemócrata.

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