En el corazón de Los Andes, Argentina y Chile promueven un turismo diverso, tan heterogéneo como su geografía. Esta es una de las causas de las luchas que enfrentan del pueblo mapuche, que los acusa de arrebatarles sus tierras, su cultura y hasta su lengua, la mapudungun y de afectarles con una agenda turística que en poco les beneficia y sí contamina a personas, cultivos y ganado.
Sus protestas las arrecian apoyados y desaprobados por el resto de la población y en medio de acusaciones de exigir medio país que no les pertenece.
En el caso de los argentinos, de ser invasores que violaron y mataron a los tehuelches, los habitantes originarios, y que aun hoy saquean, queman refugios, viviendas, vehículos, refinerías e invaden propiedades privadas, como un campamento en Villa Mascardi, Bariloche, al que impiden que los turistas acudan.
Ese potencial que venden sus estados choca con las denuncias de los indígenas, autodefinidos los grandes perjudicados y objetos de exhibición, porque la gente es incentivada a ver a los “indios”, cual espectáculo, lo que niegan el gobierno y el empresariado.
A Curruhinca, San Martín de Los Andes, en Argentina, la componen cinco asentamientos. Unos obtienen ganancia del turismo, otros dicen que solo malestar, y llevan décadas en reclamo. Pero sus críticos insisten en que más que derechos, lo que ejercen es terrorismo y que amenazan e incluso secuestran a nacionales y a extranjeros.
En medio de toda esta disidencia, en Paila Menuco exigen que el centro de sky Nieves de Chapelco deje de contaminar el arroyo, mayor inversión estatal y más importante aún, el cese de la discriminación.
“La empresa instaló una planta recicladora que no resuelve el problema. Todos los meses llega gente del gobierno a tomar muestras del agua y nunca da los resultados”, expresa Ángel Bravo, que lamenta que solo sea mostrada una “cara de fantasía” del país.
Quiere que salga a flote la otra, la de niños enfermos por la contaminación y sobre todo, la represión para frenar sus reclamos.
Su denuncia es grave. Asegura que el complejo convirtió el agua en nieve, lo que secó el arroyo y creó crisis en los hogares, y que la concesionaria del acueducto solo clorifica y no asume los desperfectos de las tuberías. Del turismo sacan solo las cabalgatas, sobre todo, en verano.
Entre ellos. La lucha mapuche no solo es contra el Estado. Que haya gente que sí obtenga ganancias del turismo fracciona y dispersa el objetivo.
Surgen entonces las contraacusaciones de que hay vendidos “palos blancos” a los que solo interesa su propio bienestar y que las autoridades han comprado a dirigentes con casas y otros bienes.
Esto lo pone de relieve Clara González, una activista y profesora de mapudungun, que ni siquiera lo hablaba y que ahora lo imparte en la escuela. Alerta que necesitan más unidad, para asuntos tan neutrales como recuperar la lengua madre, cuya pérdida atribuye al sometimiento de sus ancestros, castigados por hablarla.
Su apellido es castellano, como el de otros tantos de su pueblo “lastrados por la represión de años” pero en 2001 y 2002 hubo un fuerte movimiento y las cosas empezaron a cambiar.
De repente, la comunidad alzó la voz, exigió igualdad y logró que fuese aceptada la educación bilingüe y los niños mapuche perdieron el temor a aprender y a hablar su idioma. Pero falta, porque de acuerdo con Clara sus padres sienten vergüenza de asumir su origen. Ese es otro combate.
“Ahora luchamos contra esta nueva invasión, la turística, fuimos hasta atracción y todas las grandes ganancias las obtienen los grandes empresarios y a nosotros nos queda la contaminación ni siquiera podemos criar los animales. Algunas comunidades han logrado trabajar turismo”.
Cada vez más decididos
La lucha es cada vez más cruda, más exigente. En Temucho, Chile, vive el machi Mario Zavala Levio, un curandero que describe a los mapuches como un pueblo, “no son chilenos” y así quieren que los vean. Exigen espacio, la proporcionalidad en el reparto de tierras, porque a los colonos les toca la gran tajada y a los aborígenes una ínfima cantidad que les impide cultivar y criar ganado.
Su comunidad, Ignacio Lefil, a menos de media hora de la ciudad, muestra un contraste con la zona urbana. Para acceder hay que desandar caminos de tierra, pasar casitas alejadas unas de otras y ver gente en precaria condición económica.
El activista cataloga avasallante el modo de actuar de las autoridades en su contra y detesta que les llamen terroristas “¿Con qué armas hacemos terrorismo?”.
“Somos un pueblo, una nación y el estado chileno no nos ha respetado, ha matado nuestra cultura, nos ha pisoteado. Ahora quiere que les enseñemos a sus médicos nuestros conocimientos ancestrales, para para luego de que los aprendan patearnos porque ya no nos necesitan. ¿Es esto justo?
Le duele que a veces para convencerlos de que actúan bien intencionados hacen creer que asfaltarán. Engaño antiguo.
Si algo le alegra es que los jóvenes están 100% comprometidos con la causa, que la asumen desde múltiples ángulos, que van a la universidad a adquirir formación con la que luego defenderán a su gente “y hasta eso molesta, que los mapuches estudien, que logren un título, porque saben cuando han recibido educación, que sus abuelos han sido engañados”.
Explica que tanto en Chile como en Argentina están en una fase de recuperación de tierras y mayores derechos constitucionales. Apuestan a que las cosas saldrán a su favor y anuncia que apelarán la consulta a la Constitución que ejecuta el gobierno chileno si pretende avasallarlos nueva vez.
Las calles son una muestra de esa alerta de Mario. Los grafitis lo manifiestan. Exigen equidad, y libertad para los líderes mapuches encarcelados. Mientras, las autoridades aseguran que hay suficientes cargos y advierten que no cejarán en la lucha contra los “terroristas”.