La palabra al revés

La palabra al revés

 FEDERICO HENRIQUEZ GRATEREAUX
La literatura es en realidad la verdadera “ciencia general” del hombre. Geología, botánica, zoología, son disciplinas que estudian rocas, plantas, animales. La literatura, en cambio, nos muestra la relación de los hombres con minerales, árboles y vacas.
Además, la literatura expone, o deja al descubierto, los vínculos más complejos entre los seres humanos: entre mujeres y hombres, entre jefes y subordinados, amos y esclavos, débiles y poderosos. A través de las obras literarias conocemos el interior de las personas: sus razonamientos, sentimientos, fobias, prejuicios, temores, alegrías.

Los antropólogos tal vez puedan explicarnos cómo el hombre llegó a ponerse de pie; quizás algún día logren aclarar el misterioso desarrollo de la laringe que nos llevó a la palabra hablada; o el crecimiento del cerebro, que permitió la abstracción y la fantasía. Pero saber esas cosas no nos librará de la angustia, de la incertidumbre viscosa en que vivimos todos los días.

Ninguna ciencia particular nos enseña a vivir; ni siquiera la reverenda psicología que los vieneses han difundido por Europa. Las aflicciones de los hombres resisten todos los tratamientos; desde la utopía política hasta la embriaguez o la devoción religiosa.

Tontos y genios, lo mismo que santos y delincuentes, encuentran su lugar en el mundo y su explicación en la literatura. La envidia y el odio son tan importantes como los neutrones del núcleo del átomo; pero son asuntos estudiados precariamente, con menos intensidad. Solamente algunos literatos excéntricos se atreven a mirar de frente la crueldad, el odio, la envidia, las infinitas aberraciones de la conducta humana.

 Unos pocos escritores, a lo largo de los tiempos, han elaborado el bestiario múltiple, la “galería de monstruos” que nos impide dormir tranquilos: Don Juan, Barba Azul, Don Quijote, el Cid; y también Jeremías y Job, Scherezada y Macbeth; Otelo y el joven Werther, Edipo, San Francisco, Harpagón, Fausto y Perogrullo. El sabio, el santo, el avaro, el guerrero, el profeta, el necio, el miserable, el todopoderoso, están representados en la literatura con todos sus pormenores. En cualquier momento podemos reconocerlos a nuestro alrededor. Son modelos o prototipos, mejor descritos en la literatura que en los manuales pretenciosos de caracterología, sean estos alemanes o italianos.

Después que las palabras se volvieron letras, esas letras quedaron grabadas en piedras, papiros, pergaminos, bronces, papeles. En vez de apagarse el sonido de las palabras salidas de los labios de los hombres, con las letras se congelaron los decires. Llegaron a ser textos sagrados o venerables tradiciones. Monjes estudiosos, escribas y memorialistas, transmitieron sus saberes gráficos en solemnes ceremonias.

 Las palabras fueron clasificadas como ingredientes en el anaquel de un boticario; hubo palabras de fuego, palabras de tierra, palabras troqueladas, palabras dulces, alcanforadas, perfumadas, venenosas, santas o desgraciadas. Las palabras, finalmente, se agruparon en leyes, conjuros, canciones y liturgias; luego pasaron a coagularse en doctrinas, ideologías, reglamentos o contratos. Matemáticos, físicos y químicos, abreviaron las palabras en fórmulas, las retrotrajeron a símbolos, pictogramas, contraseñas o equivalencias que llamaron ecuaciones. De este modo las palabras quedaron bifurcadas o escindidas. A veces el sentido de un vocablo cambia según la tribu profesional que lo emplee.

Los publicistas son capaces de crear reguiletes verbales con significados variables; así la facultad de confundir se multiplica según él número de aspas vocales.

Los políticos – la policía secreta procede igual – mutilan las frases, desconectan las oraciones, a fin de que no indiquen cosas determinadas o unívocas. Aspiran a la involución del lenguaje. La policía secreta aplasta las palabras hasta convertirlas en tabletas cuasi monosílabas: “alto”, “pare”, “prohibido”, “no pase”, “peligro”, “aléjese de la puerta”, “no estacione”. La consigna es que el lenguaje diga menos en vez de decir más, como pretenden los poetas. O lo que es igual: que nos comuniquemos menos y pensemos poco.

Hasta provocar atrofia en la capacidad creadora de la inteligencia y devolvernos otra vez a la animalidad. Poesía versus burocracia es “el tema de nuestro tiempo” en el orden social. Goethe subrayó la relación entre el artista y el mundo al acuñar la expresión “poesía y verdad”. El poeta Rainer Maria Rilke aludía al mismo asunto al decir “poesía y realidad”. El filósofo Heidegger apuntaba también a ese blanco cuando escribió “poetizar y pensar”, dos actividades humanas esenciales. Los tres reflexionaban sobre el correlato real al que aluden las palabras.

 Las palabras, desde luego, una vez metidas en el corselete de los medios de comunicación, y manipuladas por los ministros de propaganda, pueden trocarse en vehículos de la falsedad deliberada. “Palabra y mentira”, “verbo y engaño”, “politizar y “des pensar”, serían conceptos “antípodas” de los de Goethe, Rilke y Heidegger. En la isla de Santo Domingo existe una canción folclórica de niños en la que se menciona la imposibilidad de “bailar el merengue al revés”. El gran problema del mundo actual es que las palabras se usan al revés. L. Ubrique, La Habana, Cuba, 1993.

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