La palabra y su peligrosidad

La palabra y su peligrosidad

¿Cuál es el límite de la ficción? ¿Hasta dónde puede llegar la imaginación desbordada de un escritor? ¿Qué grado de peligrosidad puede contener un poema, una novela, un artículo de periódico?

La cultura griega, que es una cultura paradigmática para nosotros, refiere los dos puntos opuestos de esta tensión. Mientras en “La Odisea”, entre todos los pretendientes que importunaban a la fiel Penélope, al único que Odiseo perdona es al poeta, en “La República” ideal  de Platón, al poeta lo expulsan por peligroso, por ingobernable. Odiseo, que regresaba vengativo a Itaca, juzgó insignificante al pretendiente que sólo ofertaba canciones, palabras con música, melodías. Platón, en cambio, vio en esa libertad sin límite que ofrece el universo de la palabra, estructurado como discurso de la imaginación, una extrema peligrosidad; y arrojó de la sociedad ideal la fuente incontrolable de desestabilización que constituye la ficción sin brida.

Platón vio claro que esa conflictualidad era entre dos absolutos: el absoluto del arte y el absoluto del poder. Pero en el caso de la sociedad atrasada en que vivimos, tal situación está inscrita en la concepción idealista, neutra, que se tiene de la función del escritor. En su presentación del mundo, un escritor debe ser un elemento moral, a-histórico, alguien que promulgue valores. Hay, pues, atesoramiento de sentido, que relega la palabra de un escritor al despilfarro, al gasto inútil, a la banalidad de una enseñanza muerta.

Si, por ejemplo, un escritor se enreda con el presente, la censura estructural lo conmina, desplazándose al nivel político. Es lo que Philippe Soller llamó “la experiencia de los límites”. Nosotros vivimos algo parecido en el gobierno de Joaquín Balaguer, a raíz de la publicación de la novela de Viriato Sención, “Los que falsificaron la firma de Dios”, porque la censura se desplazó al nivel político, y en ese caso cuando el escritor hace decir “yo” a un personaje, asume todas las contradicciones de ese “yo”.

Igualmente, la historia política dominicana ha visto saltar de su apacible situación de ejercicio inocuo de la palabra, al extremo de peligrosidad que preveía Platón, incluso con un martirologio que va de Santiago Guzmán Espaillat, pasando por Orlando Martínez, hasta Narciso González. Yo mismo lo he vivido, y lo vivo hoy, porque son muchos los personajillos de la cultura oficial,  mucha la crápula “intelectual” que obtiene galones lambiendo a los poderosos.

La literatura, el arte, son el eslabón débil de la transmisión de saber, y la irreductible contradicción que ella engendra en sociedades como la nuestra, la neutraliza la censura institucional, que deja fuera a más del 40% de analfabetos que tiene el país (entre totales e infuncionales), y a la numerosa y atemorizada pequeña burguesía dominicana, que no tiene sosiego para leer, puesto que todas sus energías están puestas  en librarse de caer en la fosa sin fin de la proletarización. Pero aún así, en condiciones determinadas, el ejercicio del criterio y el arte, pueden llegar a representar un agudo enfrentamiento con el “suceder real”. Lo político sospecha cada vez más de la palabra, necesita de una analogía que sea la concordancia con el poder.   ¿No es esto lo que explica que en un país tan pobre, la inversión del gobierno en publicidad sea, proporcionalmente, más de cien veces la que invierten países desarrollados como los Estados Unidos o Francia?

¿No es esto lo que explica que el gobierno actual se empeñe en la cooptación de artistas e intelectuales que apoyen desvergonzadamente la continuidad de la corrupción, y que asuman cargos burocráticos únicamente para cobrar sueldos,  hundiendo a este país en una espantosa miseria espiritual? ¿No son los artistas, los escritores, aliento espiritual de los pueblos? ¿Puede, un verdadero artista, un verdadero intelectual, pasar por encima de  la inflación moral que abate este país? ¿Puede alguien con sensibilidad empinarse sobre la misma vaina del entramado vergonzoso en que se ha desenvuelto la vida social dominicana?

¡Oh, Dios, desencajado por la impotencia veo sucumbir todos los valores!  ¡Oh, Dios, tu sabes que “yo también sé”!

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