La pasión por la arbitrariedad

La pasión por la arbitrariedad

 FABIO R. HERRERA-MINIÑO
Por alguna razón atávica, muy enquistado en las neuronas cerebrales y hasta en las características del DNA, fuera por razones del clima, de las mezclas raciales, de la alimentación e impulsos exteriores, los dominicanos, llevamos latente la pasión por la arbitrariedad. Tan pronto se llega a ocupar alguna función, aún cuando sea de “guachimán”, surge la arbitrariedad con bríos, llegando hasta la agresión de los que caen bajo el peso antojadizo de quienes buscan aplicar determinadas leyes, reglamentos, hacer valer la autoridad u ordenanzas municipales.

Y en estos días, se ha agudizado el complejo arbitrario, en la forma tan agresiva con que se interpreta el uso de los alcoholímetros por parte de la AMET, que prosiguiendo su ya proverbial conducta arbitraria, están llegando a los extremos de molestar hasta quienes, sentados en un sitio público, y no están manejando vehículos, los molestan para preguntarles si son conductores para aplicarle el famoso aparatito, y si dan positivo, de una vez le incautan el vehículo estacionado en el exterior del lugar. A priori se castiga a quien será multado, pagar una multa tanto por estar bebiendo y el acarreo de su vehículo llevado al Canódromo. Por lo general se buscan vehículos nuevos y de lujo, ya que los vehículos de varios años y destartalados, y más sin son del servicio público, no son tan llamativos para hacerle la prueba de consumo de alcohol al conductor.

En los países civilizados y organizados, y sin agentes arbitrarios, lo que se hace es detener a los conductores que evidentemente conducen temerariamente, violando luces rojas, deteniéndose en medio de la calle o frenando imprudentemente, entonces a ellos se les hace la prueba, que si resulta positiva sufren el rigor de las leyes, pero sin arbitrariedades.

La novedad local de los alcoholímetros, aumenta el peso arbitrario de la autoridades que establecen puntos de retén para hacerle pruebas a todos los conductores y a sus pasajeros, o a veces las hacen aleatorias, para ubicar a quienes se han pasado de bebidas conduciendo, así como a sus acompañantes. Esto ha generado un malestar cívico preocupante en momentos que las metidas de pata de algunos funcionarios, animados por su celo de la arbitrariedad, se están granjeando antipatía en la ciudadanía cuando hace tan poco tiempo las elogiaba y apoyaban por la forma como iban solucionando los problemas económicos de la Nación.

El control de la ebriedad en los conductores se veía como un gran paso de avance en la modernidad de la sociedad, pero no se esperaba que la tradicional arbitrariedad de las autoridades iba a encontrar un nuevo recurso para lucírsela, atropellando a los civiles que caen bajo las garras de los que se envalentonan cuando con sus egos humillan a un propietario de vehículo de lujo o golpean a un infeliz que se niega a dejarse incautar su vehículo.

En lugar de atraerse simpatías con la aplicación de los alcoholímetros, las autoridades, por su celo arbitrario, han desbaratado las bondades de la acción por su tozudez para aplicarlos incorrectamente y no como una medida de prevención y persuasión.

Ahora se ve como algo impuesto a la fuerza, que ya obliga a muchos a no salir de noche, como escribió Marien Aristy Capitán el pasado jueves en este diario, y prefieren quedarse en sus casas mientras aumenta el descenso de las ventas de bebidas que afecta severamente las recaudaciones. Para un gobierno de corte puramente fiscalista, que sólo quiere aumentar sus ingresos, es un gran revés, preocupante para sus planes de apoyar los programas sociales y repostulaciones en marcha.

La arbitrariedad es un mal crónico que se moldeó y adquirió ribetes de conducta permanente, cuando en los 31 años de la dictadura de Trujillo, los guardias y policías tenían patente de corso para acosar a los civiles. Desde exigirles “los tres golpes” que eran la palmita, la cédula y el carnet del servicio militar obligatorio hasta que “la guardia lee como quiera” hay toda una historia del abuso en contra de la ciudadanía, reflejada en actuaciones de severidad antojadiza, que se mantiene y se agiganta con más énfasis en abusar de los civiles.

No hay dudas que si fuéramos a analizar la arbitrariedad en la familia entonces sería corto este espacio, ya que el meollo de esos actos, se encuentra en la conducta en el seno familiar, donde el cabeza, desde hace centurias, se impone con “yo lo digo” y hay que obedecer, dejando muy maltratados a tanto a los cónyuges como a los hijos, que se crían en un ambiente con sus derechos no valen nada y se les trata como seres inferiores, cosa que luego transmitirán cuando lleguen a independizarse y repitan el mismo a lo hecho por sus padres, para enredarnos en esa cadena de arbitrariedad que es parte antropológica de nuestra Nación.

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