La Patrulla que me encerró con 14 presos

La Patrulla que me encerró con 14 presos

Juan Carlos Mejía.

La mañana del pasado 29 de noviembre, justo siete días atrás, fui apresado por una patrulla de la Policía Nacional y encerrado por espacio de una hora con 14 presos en un “cuartucho mal oliente” del destacamento de Villa Mella, en Santo Domingo Norte, como si fuese un vulgar delincuente.

Fueron 60 minutos que me parecieron 24 horas. Se trata de un espacio parecido más a un pasillo, de unos 4 metros de largo por 2 de ancho, oscuro, sucio y con un olor putrefacto. Ahí permanecían sentados en el suelo pegajoso, uno al lado de otro,  14 presos que al parecer habían sido encerrados días antes. Yo completaba el número 15 ocupando el último pequeño espacio del piso libre para sentarme.

¿Vienes a buscar a alguien? Me preguntó uno de los detenidos previo a que un teniente abriera una gruesa puerta de hierro mohoso, con dos candados, para que yo entrara. No, yo también estoy preso, le respondo de manera serena, ante la mirada sorpresiva de varios de ellos que, según entendían, no le daba el perfil de un ladrón, como según la Policía le parecía.

A solo minutos de mi encierro me asaltó de lleno lo que sería también mi nueva compañía. Más de 40 botellas plásticas llenas de orina y entre 10 a 15 bolsas plásticas que tenía en su interior platos higiénicos desechables repletos de excremento, colocados todos juntos al fondo del pasillo. Un pequeño movimiento a esos elementos que excedían los dos días, como se hizo cuando un oficial entró un tanque plástico para recogerlos, resultó ser algo que aquí no puedo describir.

Pero ¿cuál fue la causa de tal brutalidad en mi contra? Como de costumbre, acudí a realizar mis ejercicios cotidianos a las 6:00 de la mañana. Debido al alto nivel de inseguridad existente en el país, siempre acudo en mi vehículo, un Toyota Tecel del 94, a un gimnasio al aire libre ubicado en el sector El Edén, justo en la carretera que lleva a la Nueva Barquita.

La ubicación de mi vehículo, parqueado en un solar cerca de la vía para no obstaculizar el tránsito, llamó la atención de una patrulla de la Policía que, al colocarse detrás del mismo, sus miembros comenzaron a reportarlo por la radio, tomando como referencia el número de la placa. Me acerco, me identifico, le explico que el vehículo es mío y le pregunto ¿necesitan documentos?, no, me responde uno de los tres agentes.

Acto seguido, y bajo la firme convicción de que nada tengo que esconder, seguí mi rutina en el gimnasio que quedaba a unos 10 metros de distancia desde donde estaba mi carro cuando, un minuto más tarde, llegan dos policías a buscarme con el alegato de que el carro está reportado como sustraído. Desde ese momento, 6:40 de la mañana, comenzó mi desgracia.

A seguidas procedí a mostrarle todos mis documentos, a saber: matrícula, seguro, licencia, cédula, carnet del periódico Hoy, cédula de la persona a quien se lo compré, contrato de venta… Pero nada valió. ‘’Tenemos que llevarte al cuartel… estamos esperando el supervisor’’, me dijo uno de los agentes de la patrulla.

Todo parecía normal hasta la llegada del supervisor, un capitán con aire de general quien en su chaleco llevaba el apellido Rodríguez. Tan pronto llegó, me despojó de mi celular, el llavero que contiene las llaves del vehículo y mi casa; subió a mi carro solo,  donde yo tenía mi cartera y todos mis documentos, y ordenó mi inmediata entrada a la patrulla policial. “Vamos para el destacamento”, vociferó..

Llegué al cuartel con el corazón en las manos, no por alguna inconducta de mi parte, sino por la incertidumbre de que el teniente que iba en mi carro pudiera plantarme alguna evidencia (arma o droga), para luego atribuírmela a mí. Iniciaron de inmediato con una  revisión del carro como si estuvieran buscando una aguja. Lo mismo ocurrió con mi billetera, desde donde sacaron hasta el más mínimo papelito. Gracias a Dios, nada pasó.

Insistí para que me permitieran hacer una llamada, lo que logré a duras penas. Me comuniqué con una compañera de trabajo, quien a su vez me hizo las gestiones desde el Palacio de la Policía para que desde allá intervinieran. Ahí todo cambió. Resultó que mi vehículo no fue sustraído, sino que en 2014 alguien reportó una placa perdida y aparecía como sustraída. Ese alguien resultó ser yo.

¡Ah! Pero tú no duraste nada ahí encerrado ¿No fuiste tú que entraste esta mañana? Me preguntó un subalterno asistente de un coronel a quien identifiqué como Lorenzo, encargado del destacamento.

Me sacaron de inmediato de donde estaba encerrado y me convertí en un rey en menos de 30 segundos. Todos se excusaron, incluyendo el capitán con aire de general.  En mi caso, pensé que era el momento oportuno para poner ante todos ellos los puntos sobre las íes, y así lo hice.

Pero por otro lado, me apenó las condiciones inhumanas en que se mantienen los detenidos del destacamento de Villa Mella, muchos de ellos inocentes como era mi caso, a quienes se le violentan sus más mínimo derecho como ser humano, incluyendo el de tener un baño donde hacer sus necesidades fisiológicas. De algunas de sus historias de abuso policial que me contaron al identificarme como periodista, prometo hablar en otra oportunidad.

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