La peligrosa ruta hacia lo posible

La peligrosa ruta hacia lo posible

Una de las cosas que más  disfruto cuando tengo la oportunidad de ir a Nueva York, o a cualquiera otra gran ciudad (que no es lo mismo que una ciudad grande), es poder caminar por las anchas aceras, libre de obstáculos y riesgos, sin que nada ni nadie me ataje,  me moleste o ponga en riesgo mi vida.

Siendo muy niño, me impresionaban los relatos de los adultos que visitaban esas ciudades, particularmente, eso de que había una luz verde para que los peatones pudieran cruzar la calle sin peligro alguno, y que hasta los niños podían hacerlo sin que un adulto los acompañase.

 ¡Tantos boches y cocotazos que me daban por salir a la calle sin permiso! Por lo peligroso que era el entorno de la Cuba con Beler en Santiago, a finales de la década de los 40,  cuando los carros se contaban con una mano.

Viví el año de 1960 en Nueva York. Llegar a  la gran ciudad, en esos años, era como una hazaña, llegar a lo grandioso, aunque luego uno se sintiera como una mosca en medio de una multitud sin alma, de una masa de gentes solitarias que habían venido de otras latitudes, huraños y angustiados, buscándoselas a como diera lugar.

Pero, en general, la ciudad tenía un orden material, arquitectónico que enviaba un mensaje permanente de autoridad, de propósito, de respeto, que se imponía a las voluntades individuales, y aunque siempre había crimen y raterismo en ciertas áreas, la ciudad era y sigue siendo imagen de ordenamiento racional colectivo.

Se suele decir que van a Nueva York personas desesperadas y aventureras que se arriesgan irresponsablemente.

Esto es en gran parte cierto, pero cuando se vive en un país donde un grupo de bribones desgobiernan y se burlan de los valores,  de las buenas costumbres y de todo lo que jurídica e institucionalmente es la base del Estado y del orden social, da muchas ganas de deshacerse de ellos, aunque sea en una huida suicida de simbólica venganza a una nación de alocados,  dirigida por endemoniados y dementes.

Para llegar a Nueva York, casi vale la pena una aventura sobre  el “Canal de la Muerte”, con tal de alguna vez en la vida sentirse como una persona respetada, aunque sea solamente ante un semáforo, aunque sea tan solo como peatón ante el cual los automóviles y aún las patanas se detienen o aminoran la marcha para que él o ella pase al momento en que la señal de “¡walk!”, (¡camine!) le autoriza el paso.

La reina de Saba (actualmente Etiopía y Yemen) viajó miles de kilómetros por el desierto para conocer la grandeza del reino de Salomón, su sabiduría y la gloria de su imperio; para ver lo que era posible cuando el hombre unía su voluntad a la de Dios.

 No solo es cuestión de desesperación económica, el ser humano necesita saber lo que puede llegar a ser.

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