La perversa estrategia de la desmovilización política

La perversa estrategia de la desmovilización política

Cuando en una sociedad el partido de gobierno se constituye en juez y parte, cuando los márgenes de independencia de los poderes del Estado son prácticamente inexistentes, cuando un importante sector de la prensa está al servicio del gobierno o condicionada por éste; cuando un grupo en el poder se consolida y se reproduce sobre la base del soborno a sectores productivos y de la sociedad civil, cuando un país deviene uno de los ocho países más corruptos de mundo, y cuando ante el reclamo de selección de figuras independientes y honestas para integrar los poderes judiciales y electorales los principales dirigentes responden con el insulto y la descalificación, se está ante un gobierno de fuerza que no puede ser enfrentado con tibieza ni dispersión en las filas opositoras.
En un país como el nuestro, donde la apuesta al olvido, al desconocimiento del origen de las cosas, de las ofensas, las afrentas y hasta de los debates, es necesario recordar la manera dolosa y hasta delictiva en que este gobierno y la generalidad de sus legisladores se reeligieron. Es necesario tener presente el espurio origen de este gobierno, de su vocación continuista y de su inveterada tenencia hacia el desprecio de los derechos de las minorías y la disidencia, que lo lleva a simplificar y distorsionar la esencia de los reclamos de las minorías. En ese sentido, no se puede esperar de este gobierno ni de su partido ninguna voluntad de escuchar ni mucho menos la firma de acuerdos que limiten su vocación absolutista.
Cuando diversos sectores sociales y políticos reclaman jueces independientes para integrar las llamadas Altas Cortes y la JCE, no están reclamando que estas sean seleccionadas al margen de los procedimientos formalmente establecidos, simplemente están reclamando que, a diferencia del pasado, al momento de seleccionar las figuras que integrarían esas instituciones, por sus trayectorias, gocen de la confianza de la población y sobre todo de la oposición, como ocurre en la generalidad de países democráticos. Es esa la regla de oro de la democracia: jueces no sujetos a la presión ni a los dictados del poder de turno.
En cualquier país, donde sus dirigentes tengan sentido de responsabilidad crearían un espacio para que el reclamo de la oposición sea escuchado; eso le corresponde a la principal figura del gobierno y de su partido. Pero eso no es su estilo, dialogar y pactar con el adversario no forma parte de la cultura peledeísta, la cual se ha caracterizado por el aplastamiento del contrario, aunque sea del propio partido, y por la tendencia hacia una generalizada compra de conciencia que ha corrompido esta sociedad hasta la náusea, sumergiéndola en una profunda desconfianza de la gente hacia las instituciones del Estado, y a la desmovilización de importantes franjas de los sectores populares, de la sociedad civil y del estudiantado.
La apuesta de los estrategas del gobierno para mantener su dominio es acentuar esa desmovilización para limitar el margen de maniobra de la oposición. No les importa que eso implica unos costes sociales y políticos que lastran irremediablemente esta sociedad. Sólo con la determinación podrá oposición hacer valer sus razonables reclamos.

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