La pesada cruz de Putin

La pesada cruz de Putin

LUIS RAFAEL MADERA
Cada vez con más frecuencia, Chechenia asalta las páginas de los diarios en esta parte del mundo. Una guerra olvidada en las puertas de Europa, objeto de escasa atención. Romper el silencio no es el imperativo de la hora, pero la tragedia de Osetia podría suponer el entierro definitivo del proyecto de Vladimir Putin, de desarrollar Rusia bajo el control de las reparticiones, sobre la base de un duro modelo semitotalitario y la limitación de las libertades democráticas de los ciudadanos.

Por supuesto, la dilatada nación todavía puede vivir en esa variante, por bastante tiempo, pero el desarrollo encontrará restrictivos.

Lo de Chechenia es una guerra de larga data, aislada, pero de prominente intensidad. El conflicto lleva más de dos siglos con la muerte rondando a ambos lados, con dominio ruso y los chechenios mordiéndoles los tobillos. Los sucesos de las semanas recientes, un atentado que provocó la caída de dos aviones y la muerte de más de 350 personas en Osetia, hacen que los actores se acomoden en un nuevo escenario, más turbio, menos previsible y sin reglas.

El rencor es tan antiguo como persistente y tiene algunos hitos en esta efeméride bélica donde se cruzan política y religión. La pelea chechenia por la independencia nació en el siglo XIX, de la mano del imán Shamil, que decretó la «guerra santa» a los rusos y unificó a las etnias musulmanas de la región. Más cerca en el tiempo, el odio resurgió durante la Segunda Guerra Mundial, cuando Stalin acusó a los chechenios de colaborar con los nazis y ordenó su deportación masiva a Siberia.

Cuando la Unión Soviética tocaba sus acordes finales, en 1991, Chechenia volvió a proclamar su independencia. Para frenar el separatismo, el gobierno de Boris Yeltsin ordenó atacar. Fue el inicio de la guerra que, en los últimos 10 años, recibió más denuncias por violación a los derechos humanos y menos atención de los organismos internacionales.

La primera etapa de la guerra concluye con Grozny, capital devastada y con miles de muertos sin contar. Los rusos deben retirarse en 1996. La paz dura poco. En Chechenia se cuece una dramática guerra civil donde reinan las mafias, el tráfico de armas y el robo de petróleo.

En 1999, una serie de sospechosos atentados en Moscú con exógeno -el explosivo hallado en uno de los aviones caídos- pone a los rusos en «justificado» pie de guerra contra los chechenios. El premier Putin es partidario de la línea dura y se pone a la cabeza de la segunda invasión, en una política de estado que se profundizará al quedarse con la presidencia, al año siguiente.

Fue el 11 de septiembre de 2001 cuando Putin logró abroquelar en alianza su guerra doméstica con la cruzada antiterrorista del presidente de los Estados Unidos, George W. Bush. Los ataques pro chechenios comenzaron a enturbiarse, igual que la situación política.

Entonces y ahora, cuando aparentemente fueron los chechenios las que colocaron los explosivos en los aviones Tupolev, se percibe el regreso a un grado cero del conflicto, con variantes brutales de la lucha armada en las que todo vale. Incluso, el ir sobre la vida de los civiles, algo que, hasta hace muy poco, sólo era patrimonio de los rusos.

Putin, que ha hecho de la estabilidad y la intransigencia su doble divisa, ha visto en la última semana como la multiplicación de los atentados certificaba el fracaso de su política de tierra quemada en Chechenia y desestabilizaba el conjunto del Cáucaso, con una onda expansiva que llegaba hasta Moscú. La cadena de acciones terroristas se produce tras la farsa electoral de las presidenciales chechenias del 29 de agosto en el marco de la política de normalización dictada por el Kremlin. Putin, cerrado en banda a toda negociación con los separatistas, ha utilizado desde su acceso al poder la tragedia chechenia como catapulta y ha confundido deliberadamente al conjunto de la resistencia con sus grupos terroristas.

La población de Chechenia, que se ha visto diezmada por dos guerras desde 1994, ha padecido tanto las atrocidades de la guerrilla como las acciones del ejército ruso. El recurso fácil de atribuir al terrorismo internacional y a la larga mano de Al Qaeda la responsabilidad última de los atentados, sin pararse a mirar las causas locales que los alimentan, ha sido la lógica seguida, por activa y por pasiva, tanto por las autoridades rusas como por la mayoría de países occidentales. La condena sin paliativos de la tragedia de Beslan, que ha horrorizado al mundo, no debe servir de cortina de humo para ocultar las responsabilidades políticas de Putin y para exigir de Moscú la búsqueda de un acuerdo político en Chechenia.

Estados Unidos y la Unión Europea, que desde el 11 de septiembre del 2001 han mirado hacia otra parte para dejar que Putin resolviera a la intrépida su conflicto interno del Cáucaso, se han despertado ahora con la cruda realidad del «11 de septiembre ruso».

Hoy, los cadáveres son enterrados en el sur de Rusia; las imágenes que nos llegan son devastadoras. Entonces como ahora hay que combatir sin descanso el terrorismo, pero hay que encarar también las causas que lo alimentan.

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