La pizarra literaria

La pizarra literaria

En los estadios de béisbol los fanáticos disponen de una “pizarra de anotaciones” que registra las jugadas “inning” por “inning”. Se sabe así “la cuenta” de cada bateador: cuantas bolas y cuantos “strikes” les han cantado los “umpires”. Es un juego “de bolas, bates, y correderas”, como decía cierta señora hastiada de los narradores deportivos de las ligas mayores. En eso se parece a la vida humana de todos los tiempos, pues siempre deseamos “conectar” un “hit”; pero, regularmente, nos dan batazos en la cabeza y tenemos que salir corriendo. A veces causa de gobernantes despóticos, otras veces por guerras o crisis monetarias.

La vida que llevamos hoy reclama una pizarra literaria donde se anuncien los nuevos libros, “se lleven anotaciones” sobre los peligros de que seamos “ponchados” por acciones políticas, por trastornos económicos o por “delincuentes protegidos”. Los escritores deben explicar al público, en una gran pizarra lumínica colocada en la confluencia de dos avenidas, por qué hay delincuentes protegidos y los bosques no lo están. Las computadoras nos permiten leer poemas de todos los grandes poetas; con las máquinas impresoras podemos “escanearlos”. Pero ninguna máquina puede componerlos. Las cuestiones silábicas o las rimas consonantes, tal vez pudieran resolverse con algún algoritmo; un “software” palabrimétrico para cada idioma.
Lo difícil es que los dramas humanos y las emociones que suscitan – que son el espinazo de la poesía -, puedan ser incorporados a un esquemático armazón de palabras. Ni siquiera la poesía surrealista, que rehúye las conexiones lógicas tradicionales, puede ser creada en una máquina, por vías aleatorias. Es posible que el surrealismo sea un hijo bastardo del dadaísmo. Sin embargo, cuando el poeta Benjamin Peret escribió: “La ceniza es la enfermedad que consume al cigarro”, estableció un vínculo extraño, no simplemente gramatical o sintáctico, entre ceniza, enfermedad y cigarro.
Nuestras vidas, como es obvio, son perecederas; se consumen y, al final, nos convertimos en cenizas. El cigarro, en ese verso, es más bien una alegoría antropocéntrica. Y ahí reside su fuerza expresiva. Un poeta surrealista es capaz de “fumarse” la vida propia. La tormenta de los románticos, la bohemia de los simbolistas, viene a parar al irracionalismo de los surrealistas. ¿Debe ir esto a una pizarra electrónica?

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