La plebería como opción discursiva

La plebería como opción discursiva

Dicen que cuando se habla o murmura mucho sobre uno le zumban los oídos pero a mí Dios me regaló un acúfeno (tinnitus), que implica un pito permanente y me hace inmune al zumbido de la maledicencia. El morbo, que infecta al cuerpo social criollo, se solaza cada vez que algún colérico orate monta una diatriba como los fuegos artificiales: al final sólo queda el humo… 

Nueva vez me veo precisado a preguntarme, ¿cuál será la mejor manera de responder a un insulto? Devolverlo implica rebajarse al intercambio de improperios como dos locos bombardeándose con fundas de papel llenas de excremento: terminan embarrados y tan sin razón como al principio.

Concurrían mis mentores doctores Germán E. Ornes y monseñor Oscar Robles Toledano, cuya “columna de P. R. Thompson” engalanaba estas páginas, en que quien recurre al insulto personal revela más sobre sí mismo que sobre el agraviado, cuyo honor y honra nunca dependerán de lo que opine cualquiera reducido a la cólera soez.

Reitero que una de las más desafortunadas características del debate público es la propensión a insultar, a ofender al adversario provocándolo e irritándolo con palabras o acciones, generalmente cuestionando su carácter u honorabilidad, como si esa descalificación personal restara mérito a la obra u opinión del insultado. 

En su lúcido ensayo “The Assault on Reason”, Al Gore plantea cuán insultante es que el debate público se lleve a cabo divorciado del culto a la razón, la verdad y la síndéresis. Cualquier afirmación afrentosa o que desvalorice al adversario, ¿mejora la estimación pública de quien se rebaja a proferir el insulto? ¿Refuerza su argumento o aumenta su razón? Eso no pasa ni en Neyba… 

En el siglo XVII, el intercambio de insultos entre escritores era común. Quevedo y Góngora se odiaban. Quevedo escribió que Góngora era “docto en pullas, cual mozo de camino”. ¿Qué dominicano no sabe qué es una puya, el dicho con que indirectamente se humilla a alguien o la expresión aguda y picante dicha con prontitud? Ser “mozo de camino” era denigrante. Góngora empleó fina ironía para defender su cultismo ante el conceptismo de Quevedo. Cinco siglos después, en este paisaje hispánico del Caribe mucha gente dizque inteligente y hasta ex diplomática todavía desconoce el arte de insultar, reduciéndolo al estúpido acumulo de epítetos y chismes.

Insultar zafiamente siempre hace sospechoso cualquier argumento razonado.

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