La plenitud de Dios

La plenitud de Dios

MARLENE LLUBERES
Porque dos males ha hecho mi pueblo: me han abandonado a mí, fuente de aguas vivas y han cavado para sí cisternas, agrietadas que no retienen el agua. (Jer 2:13). En el transcurrir de nuestras vidas, desde el nacimiento, embuidos en los afanes, enfocamos los pensamientos en aquello que es muestra rutina, el diario vivir. Estamos llenos de actividades que nos arropan, compramos, vendemos, estudiamos, trabajamos, vamos y volvemos. Pero un día se inicia la necesidad de «algo más», un vacío que estaba oculto empieza a manifestarse, nos invade activando una búsqueda constante de un nuevo elemento que nos renueve, anime e interese.

Es entonces cuando confundidos, perseguimos una solución por diferentes vías, buscamos en forma desmedida la atención de las personas con quienes convivimos pero nunca sentimos que somos complacidos; emprendemos la insaciable exploración de amores diversos; nos aferramos al trabajo, llegando a permanecer en él incalculables horas. En otros casos, intentamos volcarnos en la lectura de toda clase de literatura: metafísica, superación personal, filosofía, horóscopos… pasamos largo tiempo delante del televisor o escuchando música y, en los peores casos, refugiándonos en el alcohol, en salidas sin rumbo determinado y en todo cuanto el mundo ofrece.

De repente, sentimos que estas variaciones provocan una complacencia momentánea, que aquello que queremos encontrar no es lo que recibimos, se prolonga una necesidad que no se ha cubierto, lo que origina gran tristeza, inseguridad y depresión porque todo lo que se ha intentado ha sido infructuoso.

Son estas circunstancias que han provocado que hoy por hoy los consultorios, tanto de sicólogos como de siquiatras, estén repletos ya que estos son quienes emplean su esfuerzo en tratar de conducirnos por nuevas sendas que nos proporcionen paz y esperanza.

Sin embargo, es únicamente cuando entendemos que Dios creó al hombre para ser llenado por El, que solamente cuando muestra alma es abastecida por el conocimiento divino, estas carencias pueden ser satisfechas.

Es el Espíritu de Dios quien da la verdadera vida porque su plenitud nos llena en todo y al establecerse en nuestro ser, somos conquistados por una paz inentendible, convirtiéndonos en personas estables, conocedoras de que el bienestar no es originado a través de las circunstancias que nos rodean ni de la cantidad de bienes que tengamos, si no de la maravilla presencia de Dios, habitando en nuestro corazón, la cual nos llena de paz interna.

Cuando Dios llega, sana, limpia, hace desaparecer la inseguridad, quita el temor por el futuro, regalándonos una real estabilidad, seguros de que como un día Jesús le habló a la mujer samaritana, una mujer deprimida, despreciada, mal tratada por la sociedad, que se refugiaba en buscar compañías en diferentes hombres, así hoy nos dice a nosotros: «si tu conocieras el don de Dios y quien es el que te dice: Dame de beber tú le habrías pedido a El y El te hubiera dado Agua Viva». Cuando recibimos de esta agua, al permitir que Jesús entre a nuestras vidas, sentiremos un inimaginable gozo, una vida abundante repleta de esperanzas las cuales son nuevas cada mañana.

Es reconocer que estamos sostenidos por El, que con propósito eterno nos creó y al hacerlo dirige toda nuestra existencia. Cuando interiorizamos esta verdad, se inicia una entrega, un descanso en Aquel que creó los cielos y la tierra, en quien da espíritu a los que por ella andan. Unicamente el Señor proporciona la seguridad de que todo cuanto ocurre en nuestras vidas es parte del plan para el cual fuimos diseñados y por serlo, obrará para bien aunque en algunas ocasiones parezca lo contrario, porque El nos tiene esculpidos en la palma de su mano y conoce nuestro completo caminar.

Todo el que beba del agua terrenal volverá a tener sed porque va a satisfacer una necesidad momentánea, pero el que beba del agua que El ofrece no tendrá sed jamás sino que ésta se convertirá en fuente de aguas que brotan para vida eterna.

Detengámonos y observemos cuan preciosa es la misericordia de nuestro Dios, conscientes que la vida real es aquella que El nos da. Por eso, los hijos de los hombres se refugian bajo la sombra de sus alas, se sacian de la abundancia de su casa y El le da de beber del río de sus delicias, porque en El está la fuente de la vida; en su luz vemos la luz. (Sal 36:7-9)

m_lluberes@hotmail.com

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