La poblada

La poblada

Ya era lunes después de Semana Santa, pero la agitación en los barrios de la capital era cada vez más grande.
No solo los establecimientos comerciales cerraron sus puertas, tuvieron que hacerlo también los cabezas de familias.
El martes al mediodía un hijo y yo nos aventuramos a llevar a doña Ernestina al hospital, que de la casa estaba a menos de dos kilómetros.
De regreso, y muy pegado a las paredes de las viviendas, caminaba desafiando el humo y el picor de las bombas lacrimógenas.
Hacía un calor como vapor de caldera.
A medio camino, de pronto escuché una voz en mi espalda.
“¡Deténgase!” gritó alguien.
Al mirar vi a un hombre apuntando hacia mí con un revólver plateado.
“¡Al suelo!” volvió a ordenarme.
En mi pecho sentí el calentón de la acera.
“¡Déjelo, por favor!” exclamó alguien desde una casa.
Ante el ruego, el hombre retiró el pie y la punta del cañón de mi cabeza.
Retomé el camino pero extremadamente confuso y espantado.
A unos cuantos metros alcancé a ver a unos jóvenes incendiando neumáticos en medio de la calle.
La humareda negra y el fuego hicieron contraste con el resplandor del sol.
Una andanada repentina de tiros los hizo correr.
Pero uno de ellos fue derribado mucho antes de que pudiera alcanzar la entrada al callejón.

Me asaltaron tanto la confusión como la indecisión.

Aún me quedaba un buen trecho para llegar a la casa.

Atónito bajo un almendro frondoso, observé cuando llegó una patrulla.
Dos militares se desmontaron del vehículo, recogieron el cuerpo y lo montaron en la parte trasera.

Yo no tenía más alternativa que seguir.

A poca distancia de los neumáticos ardientes, noté el rojizo de la sangre todavía caliente.

Era otro abril revoltoso.

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