La poesía de José Enrique García y la ‘máquina’ de Rubén Darío

La poesía de José Enrique García  y la ‘máquina’  de Rubén Darío

Lo primero que vemos en esta poética es el lenguaje. Pues todo poema parte de la construcción lingüística y es este el material con que se construyen los versos. Cada poeta elige y crea dentro de una tradición del decir y del hacer la poesía. La tradición del romanticismo y del modernismo se encuentran (O. Paz, “Los hijos del limo” 1974). Lo primero que García vence es a la ‘máquina’ de Rubén Darío. Es un artificio creado en la tradición con el parnasianismo y el simbolismo.
La ‘máquina’ de Darío, la tomo de una expresión de A. Benítez Rojo (“La isla que se repite”, 1989); si Colón trajo a América la primera máquina, Darío inventó la primera ‘máquina poética’. No la descubrió en España Antonio Machado, quien la evoca en su heterónimo Juan de Mairena, pero la usa, como lo hizo Borges y la atribuye a su personaje Carlos Argentino. Pedro Mir la usó y sacó de ella todo el beneficio poético de la luminosidad y, en especial, de la orquestación de una selva sonora de la máquina del poetizar…José Luis Vega también la ha empleado y tantos otros no la reconocieron, pero se apoderaron de ella.
La primera máquina de poetizar es un artilugio de palabras viajeras, de sentimientos aborígenes, de estilos, de formas, de diálogos, de encuentros y desencuentros. La máquina de Darío fue emplazada en el lugar de nuestros recuerdos: en cada café, en casa corazón y en los lugares donde llegaron los exiliados y bohemios. Una maravillosa máquina mestiza, que atrapó todos los tiempos y todas las culturas del decir lo poético y del hacer la poesía. Un instrumento de los ritmos de nuestra vida…
Lo primero que notamos en la poesía del autor de “El Fabulador” (1980), es ese alejamiento de la máquina Darío y su proximidad al modelo martiano con la sencillez de los versos. El autor avecina una poética más elemental y cotidiana; silencia lo político que era lo propio de una época de la poesía comprometida. Al dejar atrás, por ser ya un lugar común del poetizar, el compromiso, el poeta se encuentra con otra encomienda más universal y que, en esos años, parece menos emergente: el hombre, sus sueños, su sufrimiento, su soledad. Las preocupaciones de una reflexión existencial.
José Enrique García parece atenuar ese diálogo con la tradición del existencialismo; de la poesía posterior a la Segunda Guerra Mundial, mientras usa los elementos de la revolución vanguardista. Como su versolibrismo que viene a tocar la prosa. La orquesta queda apagada y se escucha una reiteración de lo interior, siempre problematizado con el mundo circundante que emerge, pero que se encuentra en el primer plano. Lo que predomina es un mundo poético de la interioridad y un deseo de encontrar al hombre.
Los alejamientos con las tradiciones son muchos. Podemos ver que su poética se deshace de todas las amarras que le dieron la tradición de la retórica. Sólo se salvan algunas reticencias. Todas las poéticas clásicas quedan abolidas. Para que se logre el nuevo decir de la poesía. Sin embargo, lo clásico no deja de estar presente en la medida en que el poeta busca construir una poesía de los universales. De la construcción del hombre.
Y es aquí donde dialoga con los grandes poetas dominicanos: con Héctor Incháustegui Cabral, con Franklin Mieses Burgos, con Manuel Rueda y con Freddy Gatón Arce. Es un diálogo con sus propias singularidades, un diálogo con la idea del hombre. A veces su existencialismo nos recuerda a Karl Jasper. Es que el hombre ya está dado y su desarrollo está explicado en el metarrelato filosófico. Pienso que la filosofía ha realizado un metarrelato (J.-F. Lyotard) del hombre y la filosofía cristiana lo vio dentro del metarrelato de judeocristiano. Por eso los orígenes de lo humano, no es sólo lo antropológico que el cientificismo creó, sino un ser hecho de barro y sueños.
El hombre ya está dado como una criatura terrestre (Rueda) y también como un ser caído: es ángel y demonio. Un demonio de cenizas diría Mieses Burgos. Su origen está en el barro y su destino está inscrito en la acción de Caín, diría Incháustegui Cabral. Pero el hombre en García tiene una dimensión distinta. Su primer atributo es su condición temporal. El hombre es tiempo. Y con Heidegger va a dialogar el poeta en muchos de sus breves poemas. Y esa condición del hombre que viene de la reformulación de la pregunta por ser realizada por un filósofo interesado en la historia, instala el tema de la historicidad del hombre.
Pero el poeta no está haciendo filosofía. La idea del hombre-tiempo que desde su primer libro construye García en “Meditaciones alrededor de una sospecha” (1977) es el que vive en su propia cotidianidad. Es el tiempo de la vida, de lo que se reitera. Es un tiempo de estanques donde nada fluye y el ser del hombre se presenta de manera angustiada. Reacciona en contra, no de la vida, sino de la manera en que ella se da. A veces toca la angustia del vivir, de cómo la instrumentalidad de las formas creadas por el hombre para su utilitarismo no permite que fluya el hombre simbólico.

Ese sentimiento de aprisionamiento en la vida chata, pueblerina, barrial, provinciana hace que surja el hombre-sueño y el hombre que busca evadirse. Él es también el viaje; sed de espacio. La angustia del hombre no es aquí agónica, no es ni del todo expresivista. Hay una callada manera de construirlo, de decirlo poéticamente. A García no le gustan los efectos, como todo artista verdadero se aparta de los lugares comunes. El hombre se sabe aprisionado por su tiempo presente, por la cotidianidad de una vida que no encuentra realización en ese espacio y busca otros espacios. Y se constituye como hombre sueño.

El trabajo del tiempo presente es que liga su poética al tema social, pero no se circunscribe a lo social dominicano. Se aleja del compromiso, de las teorías literarias del sesenta y los setenta; de su poética brota una estética universalista, en la que el hombre se sabe atrapado como Gregorio Samsa en “La metamorfosis”, en una organización instrumental. En sus días, el hombre busca llegar a su casa, un espacio que junto a la tierra conforma la raigambre que toca el tiempo presente, la vida cotidiana, el ritmo donde la poesía liga el decir con el vivir. Un vivir problemático. Con una apertura o una salida hacia otros espacios, a través del viaje.

La dimensión del hombre-sueños y el hombre-viaje abren un horizonte de espera (Ricoeur), que llevará luego al poeta a una re-mitificación del hombre, pero no desde el relato judeocristiano, sino desde la poesía misma. El poeta fabulador… (Continuará).

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