“La Poesía,… ¿para qué?”

“La Poesía,… ¿para qué?”

Con este texto, el epílogo de la novela de Herman Broch inicié mi cuaderno del 24 de enero del 2013. Era el preludio de una historia de vida con la que quería reiniciar mi escritura después de meses de silencio.
Pero quedó ahí, en el olvido. A medida que transcurría la mañana y los periódicos de Buenos Aires me traían la memoria de cuarenta años atrás, me di cuenta que era una sobreviviente de aquellos inocentes de los setenta y sentí que se había terminado mi época estéril, de silencio, de desgano y pena y que tenía que escuchar el suave murmullo del pasado, de mis raíces, de los míos para volver a escribir poesía o prosa o cualquiera cosa que fuera creación.
Tuve la imperiosa necesidad de buscar una foto con mi madre del año 1974, en Buenos Aires, y copiar de memoria un pedacito de la frase de Marguerite Yourcenar reproducida en “Con los ojos abiertos” que dice así:
(..) “Yo intento dar un pensamiento a esos miles de millones de seres, que se van multiplicando de generación en generación, dos progenitores, cuatro abuelos, ocho bisabuelos, diez y seis tatarabuelos, a la inmensa muchedumbre anónima de la que estamos hechos, a las moléculas humanas con las cuales hemos sido construidos desde que apareció en la tierra lo que ha sido llamado hombre”.
El texto que escribí en borrador arranca el sábado 29 de diciembre del 2012 cuando leí el anuncio de la muerte de Rita Levi Montalcini a los 103 años, una vida de mujer maravillosamente vivida, llena de sentido ético.
Nació el 22 de abril de 1909, en Turín, en una familia de origen sefardí de clase media alta. Decidió no casarse, se impuso a su padre y estudio medicina, sufrió la persecución nazi por ser judía italiana y cuando le preguntaron qué había sentido con los nazis en Italia, dijo que la marginación y exclusión de los judíos a ella le había servido para pensar, reflexionar y vivir con ética a través de un siglo.
Se sumó como médica al ejército norteamericano en 1945, vivió largos años en Estados Unidos y por sus investigaciones sobre el cerebro le dieron el premio Nobel en 1991.
Al terminar la consultoría de la OPS para celebrar el 110 aniversario de la institución, separé un dinero y decidí homenajear mi casa.
Después de 25 años, bajé todos los libros, corrí todos los muebles, desmonté todos los armarios, moví las bibliotecas, muebles, cuadros y en un trastorno generalizado me di a la tarea de rasquetear, macillar, reparar y pintar mi viejo apartamento para iniciar una nueva vida.
En el despelote de libros, en uno de los baños encontré el libro de Broch “ Los inocentes” y mientras me divertía con los cuentos del pintor cibaeño, entre rasqueteo, polvo, macilla, pintura y desorden general pensaba en Rita, en su hermana gemela que hizo historia en la salud pública argentina en 1979, en Buenos Aires, y pensé en que aquello que yo escribí de “Los inocentes” de 1970 se repetía no por la inocencia sino por esa indiferencia que puede condenar a las generaciones del mundo a su autodestrucción y muerte.
Es el dibujo atroz de los irresponsables, de los sonámbulos, de los indiferentes que hicieron posible a Hitler, a Mussolini y a Stalin. O del genocidio argentino de 1976 a 1983.
Me bañé en esa claridad ética de la judía italiana cuando dijo que hay que procurar pensar con el hemisferio izquierdo porque el derecho es el primitivo de 50.000 años atrás, que hace posible la indiferencia ante el horror.
“En política, la indiferencia es indiferencia ética, y está emparentada, en definitiva, con la perversión ética. En resumen: aquellos que en política no son culpables lo son en alto grado en el sentido ético”, escribe Herman Broch en el epílogo del libro donde explica desde el exilio en Estados Unidos de Norteamérica por qué y cómo reescribió la novela “Los inocentes” con los textos que escribió en los años del nazismo, durante la guerra y que reescribió como sobreviviente.
Rita Levi Montalcini estudió medicina para ser independiente, trabajó en Estados Unidos y en Italia con sentido ético, nunca se jubiló ni pensionó, le hizo frente a Berlusconi al cual adversó aun cuando la mayoría lo apoyaba, y cuando en el año 2001 tuvo problemas económicos aceptó ser senadora vitalicia en Italia para percibir un dinero.
Hasta su muerte trabajó en una fundación de su creación para ayudar, educar y entrenar a las mujeres.
“La culpa corresponde a la indiferencia”.
En el prólogo de presentación del libro “Los inocentes” quien lo escribe, Luis Izquierdo, dice que excepto Melita y el apicultor, al resto de los personajes los caracteriza la indolencia y su pasividad.
La indiferencia que condena a la marginación y asesinato de los judíos europeos de 1933 a 1945, las purgas de Stalin en la Rusia Soviética y tantos genocidios actuales que la indiferencia e indolencia de la horda mantiene en silencio y oculta.
Marguerite Yourcenar narra que empezó a reflexionar sobre la línea de descendencia materna recién después de los sesenta años y que seguir el derrotero cotidiano de esas mujeres a ella le centró la vida.
Mientras me pasaba todo esto pensé que, para hacer una nueva escritura hay que hacer una nueva vida. Una nueva rutina, depurar los temas sin emoción, ligar el corazón al país donde nació o al territorio donde emigró, y al que dejó, recordarlo y enviarle lo mejor de mí cuando lo piense, cuando lo sienta, o cuando le hable.
Por eso empecé a releer a Marguerite Yourcenar en la última etapa de su vida, cuando reflexiona sobre su juventud, cuando dice que vuelve a reelaborar los textos de juventud porque quién los va a reescribir es alguien que ha vivido, que tiene experiencia, cuando reflexiona sobre su madre y las mujeres de su casa, cuando se anima a repensar recién a los sesenta años a esa multitud que se llama descendencia.
Si la belga dice que a ella la sorprendía la pobreza de la imaginación genealógica de la mayoría de la gente, Teresa de la Parra, siempre retrata una amable anciana.
En su escritura siempre hay una tatarabuela, una bisabuela, una abuela, o madre, o tía solterona que nos cuenta sus confidencias, nos susurra cosas para después discretamente esfumarse en el éter.
Todo eso pasó a fines del 2012, en el preludio del 2013.
Como si yo misma y la casa necesitaran dejar la vieja piel de los miedos, los furores, las restricciones y las penas. Los viejos mandatos habían quedado atrás.
Me dije a mí misma y a mis muertas que sí teníamos un lugar adonde ir, que es un lugar lleno de poesía, de creación, de suaves murmullos del pasado, de buenos recuerdos, una casa limpia y luminosa con una ventana abierta de par en par para ver el rostro de la vida.
Santo Domingo, 15 de julio 2017.

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