La pregunta por Dios en un mundo autosuficiente

La pregunta por Dios en un mundo autosuficiente

Relataba don Miguel de Unamuno que en una ocasión en que viajaba en tren de Salamanca a Madrid, le interpeló de pronto un viajero a quien jamás había visto.
-Usted es don Miguel de Unamuno, si no me equivoco.
Don Miguel endureció el rostro, pues aquel tipo de interrogantes lo perturbaban muchísimo.
-No se equivoca, respondió.
-Hace tiempo que siento una curiosidad a propósito de usted, insistió el que interpelaba.
-Diga, diga, le urgió Unamuno, bastante molesto.
– ¿Cree usted en Dios?
Habría que imaginarse el rostro enrojecido del gran vasco y célebre rector de la Universidad de Salamanca. Sin disimular su enojo se removió en su asiento y con esa mirada encendida que debió tornarse aquel día más penetrante de lo habitual, contestó:
-Mire usted, quienquiera que sea: para poder contestarle tendríamos que averiguar qué entiende usted por “creer”; cosa que resulta muy difícil; y luego, habríamos de hacer otro tanto sobre qué entendemos por “Dios”; y esto, entre usted y yo, sería absolutamente imposible; de modo que déjeme en paz. Dicho lo cual volvió a las páginas de un libro cuya lectura disfrutaba durante el viaje.
Aunque, en principio, la respuesta de don Miguel parecería muy propia de una personalidad arrogante y soberbia -y desde luego que algunos rasgos de ello no le faltaban-, la misma, más bien, trasluce un profundo respeto por la forma como deben ser abordadas las preguntas esenciales; esas que configuran y definen el horizonte existencial. No son preguntas simples ni fáciles, de esas que se pueden responder desde una respuesta totalmente categórica y que con desconcertante superficialidad niegan o afirman.
¿Pero acaso puede el ser humano renunciar a formularse estas preguntas, sin que con ello se atrofie su esencial vocación de ser, como afirmaría Ortega y Gasset, el único animal capaz de interrogarse? ¿Han pasado de moda las preguntas esenciales que nos planteaba Kant: ¿Quién soy yo, de dónde vengo, hacia dónde voy y qué me cabe esperar?
El mismo don Miguel de Unamuno sintió en lo más profundo de su ser ese reclamo interior de las interrogantes radicales; esa angustia metafísica que le situaba y nos sitúa entre la contingencia y el misterio; en esa frágil y casi incierta raya entre la conciencia insoslayable de nuestra finitud y la aspiración legítima y plausible por la pervivencia más allá de la muerte.
En el caso de Unamuno, la pregunta por Dios fue preocupación constante de su existencia tan lúcida como atormentada, la que dejó plasmada tanto en sus obras de pensamiento como de ficción.
Su famoso Salmo I es prueba manifiesta de esa inquietud vital que, en cierto modo, permite explicar su respuesta tan dura como cortante a aquel viajero que entre curioso e ingenuo no alcanzaba a comprender que su interrogante constituía para el interpelado el tema radical de sus reflexiones y luchas interiores.

Salmo I
¿Por qué ,Señor, no te nos
muestras sin velos, sin engaños?
¿Por qué ,Señor, nos dejas en la duda,
duda de muerte?

¿Por qué te escondes?
¿Por qué encendiste en nuestro pecho el ansia de conocerte,
el ansia de que existas, para velarte así a nuestras miradas?

¿Dónde estás, mi Señor;
acaso existes?
¿Eres tú creación de mi congoja
o lo soy tuya?

¿Por qué, Señor, nos dejas vagar
sin rumbo buscando nuestro objeto?

¿Por qué hiciste la vida?
¿Qué significa todo, qué sentido tienen los seres?

¿Dónde te escondes?

Te buscamos y te hurtas; te llamamos y callas; te llamamos y
Tú, Señor, no quieres decir: ¡vedme mis, hijos!

Una señal, Señor, una tan solo,
una que acabe con todos los ateos
de la tierra; una que dé sentido
a esta sombría vida
que arrastramos.
Pero no se trata en este ámbito de la obtención de evidencias matemáticas. Más que el “Pienso, luego existo”, de Descartes, cabría el “Creo, luego existo”, de Pascal, aquel genio que en la defensa de “las razones del corazón” y sin renunciar a reconocerse “una caña pensante, en aquella noche sublime del 23 de noviembre de 1654 experimentó el decisivo sacudimiento interior que le llevó a contraponer al “Dios de los filósofos” el “Dios de Abraham, Isaac y de Jacob”.

Como nos ha recordado recientemente el destacado filósofo de la religión don Manuel Fraijó, “todos los espíritus profundos se han visto obligados a llevarse bien con la incertidumbre”. (Carboneros Ilustrados. El País. Opinión. 17 de marzo 2018, Pág. 17).

En su “ Juan de Mairena”, Antonio Machado, el sevillano universal para quien “ aquel que habla solo espera hablar con Dios un día”, pone en diálogo interior sus dudas íntimas, así como la duda sobre “sus dudas”en sincera búsqueda que a tientas intenta orillar las márgenes del misterio:

¿Cree usted en Dios?
– Quiero creer; no logro creer. A veces no quiero creer. A veces creo sin querer. Creo hoy; mañana dejo de creer. Dudo.
– Pero Dios existe o no existe; hay que creer en él o negarlo, no cabe dudarlo.
– Eso es lo que usted cree.

Cuán iluminador y edificante resulta el entrecruzamiento de razones, sin perspectivas predeterminadas de imposición, desde el respeto sincero y cordial entre agnósticos y creyentes, en noble actitud de comprensión y apertura, partiendo del convencimiento de que en este ámbito vale más “una duda sincera que una convicción forzada”, pero sí una razón siempre abierta, incluso para reconocer sus límites y sus manifiestas indigencias; trascendiendo estrechos marcos y rígidos moldes, como aquellos desde los cuales “ los maestros de la sospecha (Feuerbach, Nietzsche, Marx, Freud), entre otros, procuraron encasillar la religión poniéndole por compañera de camino sólo nuestros miedos y nuestras carencias, pretendiendo despojarle, de este modo, de su posibilidad de respuesta plausible al anhelo de plenitud propio de la condición humana.

¿No puede ser también el anhelo de trascendencia expresión y consecuencia del deseo insoslayable de afirmación personal y felicidad perdurable que experimenta el sujeto humano; esa “hambre de inmortalidad” que tan apasionadamente vivió Miguel de Unamuno, y que el notable filósofo Manuel García Morente anhelaba vivamente después de experimentar en aquel abril de 1937 su encuentro con el “Hecho Extraordinario” al momento de escuchar la “ Infancia de Jesús” de Berlioz?

En definitiva, como nos han recordado en hermoso diálogo Ignacio Sotelo y José Ignacio González Faus, “respecto de esas cuestiones que llamamos” últimas “no hay respuestas seguras ni experimentables ni científicas. Y cada ser humano ha de correr el riesgo de una opción creyente y de una relatividad, al responder a esas que son precisamente las preguntas más absolutas…” (González Faus, José Ignacio e Ignacio Sotelo. ¿Sin Dios o con Dios? Razones del agnóstico y del creyente, 2006).

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