La participación, esta semana, de Licelott Marte de Barrios, presidenta de la Cámara de Cuentas, en el Almuerzo del Grupo de Comunicaciones Corripio, convenció a algunos de los periodistas que nos encontrábamos allí de la poca utilidad práctica de ese organismo de control y fiscalización. Formada en una escuela política que hizo del culebreo un arte, la veterana funcionaria toreó con habilidad no exenta de firmeza las preguntas más incómodas, defendió con ardor y convicción la “transformación” que ha logrado durante su gestión al frente del organismo, pero tuvo que reconocer las limitaciones con las que tiene que lidiar, empezando por un presupuesto insuficiente, así como el poco respeto que inspira en los funcionarios públicos a los que fiscaliza, pues a pesar de sus ingentes esfuerzos, incluidas llamadas personales, todavía son más de 2,000 los funcionarios que se resisten (porque de eso es que se trata) a entregar sus declaraciones juradas de bienes como manda la ley. ¿Qué sentido tiene que una auditoría de la Cámara de Cuentas determine que un funcionario no manejó con transparencia y pulcritud los recursos que se le confiaron si a ese funcionario no le ocurre nada y sigue tan campante en su cargo? ¿Por qué pierde su tiempo la Cámara de Cuentas enviando auditorías a la Procuraduría Especializada contra la Corrupción Administrativa (Pepca) si tampoco pasa nada? La funcionaria argumenta, a modo de explicación, que la separación de poderes es un valladar insalvable, que no puede ir más allá de las atribuciones que le confiere la ley, al tiempo que lamenta que en el país exista un régimen de consecuencias tan débil. Pero esa explicación si bien resulta razonable y lógica es, en realidad, muy poco convincente, por lo que, con perdón de doña Licelott, la pregunta me sigue pareciendo tan pertinente como cuando nos la formulamos al concluir el Almuerzo. ¿Cámara de Cuentas para qué?