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Desde que Eugenio María de Hostos y Salomé Ureña fundaron en la ciudad de Santo Domingo las primeras escuelas de formación docente en la década del ochenta del siglo 19 hasta hace poco, el ejercicio docente no era más que un oficio mal remunerado ejercido, en el mejor de los casos, por bachilleres, o por personas con poca o ninguna perspectiva de un futuro halagador. Afortunadamente ya no es así. Hoy, los profesionales de la educación que laboran en las escuelas públicas del país o en los colegios privados devengan niveles de salarios igualables a los de los profesionales de otras áreas del saber. En la actualidad, la profesión docente es una de las más preferidas por el estudiantado universitario de nuevo ingreso. Veinticuatro instituciones dominicanas de educación superior ofertan dicha carrera. Más de 50 mil estudiantes cursan estudios de educación o de otras carreras afines a la misma. De conformidad con las estadísticas oficiales, más del 80% de los maestros en servicio posee un título universitario o de técnico profesional que lo acredita como tal. Y ya son muchos de los maestros titulados que han cursado estudios de postgrado en universidades dominicanas o extranjeras.
Si al final de la “Era de Trujillo” apenas un 4% de los maestros en servicios estaba en posesión de un título universitario o normalista, ¿cómo y en cuáles circunstancias alcanzamos el logro de titularlos a casi todos? Veamos.
Una reforma de la educación no puede llevarse a cabo sin contar con un cuerpo profesoral dispuesto y técnicamente capacitado para hacerlo. Si bien es cierto que los proyectos de reforma de la educación son formulados por expertos y técnicos en la materia, el proceso en si tiene lugar en los laboratorios y aulas e clases bajo la dirección de supervisores y de maestros. Como ya sabemos, para innovar las prácticas docentes, producir nuevos conocimientos pedagógicos e integrar los procesos de formación de maestros con el desarrollo del sistema de instrucción pública, no bastan las acciones del Ministerio del ramo. Se hace necesario la participación de las universidades y de otras instituciones de educación superior en dichos procesos de formación y capacitación docente. Esos afanes se iniciaron en las décadas de los años sesenta del pasado siglo 20 con la puesta en práctica de un novedoso programa sabatino de formación y capacitación docente emprendido por la Universidad Pedro Henríquez Ureña bajo la dirección del profesor Luis A. Duvergé, seguido al año siguiente por otro elaborado por la Departamento de Pedagogía de la Facultad de Humanidades de la Pontificia Real y Autónoma Universidad de Santo Domingo en la ciudad de San Pedro de Macorís llamado Plan Macorís. A finales de la década de los años 90 del pasado siglo 20, los antiguos departamentos de pedagogía de casi todas las universidades del país fueron convirtiéndose en escuela y facultades. Y las antiguas escuelas normales reagrupadas en un Instituto Superior Especializado bautizado, a sugerencia del autor de entrega, con el nombre de Salomé Ureña.
En la actualidad disponemos de muchos maestros técnicamente más capacitados que antes, aunque no en número suficiente para atender todas nuestras necesidades en la materia.
Los sueldos de los maestros de escuelas públicas no son tan altos como cabría esperarse que lo fueran; tampoco tan bajos, como en ocasiones alegan los altos dirigentes de la ADP.