La prostitución como problema de Estado

La prostitución como problema de Estado

Las mujeres licenciosas, de cierta clase, de vida alegre, de mal vivir, de dudosa reputación, disolutas, habían convertido la República en un “mercado de la carne” y tenían escandalizado al pueblo con sus actos reñidos con el pudor y la moral.

 Ya no sólo vendían sexo y comerciaban su cuerpo en lupanares de las calles Bartolomé Colón, Francisco Henríquez y Carvajal, Cachimán, Paraguay, María de Toledo, Eusebio Manzueta, Moca, Barahona, Hilario Espertín, José de Jesús Ravelo, Vicente Celestino Duarte, Juan Isidro Pérez, María Montés, José Trujillo Valdez, Delmonte y Tejada, Jacinto de la Concha, avenida San Martín y otras vías de Ciudad Trujillo sino que extendieron sus “focos de inmoralidad” a Pedernales, Hato Mayor, Paraíso, Cotuí, Moca, San Juan de la Maguana, La Vega, Santiago, Neyba, Higüey, nada menos que en los alrededores de la Basílica, y en Azua, en un lugar que llamaron “Tierra de Nadie”.

 Pero sus “orgías degradantes, la más baja escoria” fue más desafiante: expandió sus redes hacia Haití avergonzando sobremanera al embajador José Enrique Aybar, que escribió al secretario de lo Interior, J. Furcy Pichardo, sugiriendo la conveniencia de que se restringiera la salida de esas hetairas quienes, “con su deshonesto comportamiento, han ocasionado diversos contratiempos a la misión diplomática, causando además un apreciable perjuicio a nuestro país en lo que a moralidad se refiere”.

 La prostitución se convirtió en un serio problema de Estado. Trujillo era presionado por eclesiásticos, familias, maestros, funcionarios, ciudadanos honorables. Los reportes dando cuenta de las “casas de mala fama”, maipiolos y “perdidas” llegaban a la secretaría de Guerra, Marina y Aviación, al jefe del Servicio de Inteligencia Militar, a Miguel Ángel Paulino, jefe del servicio de Inteligencia del Ejército, al jefe de la Policía, a los ayudantes personales del Generalísimo, al secretario de Estado de la Presidencia, de Interior y Policía, de Salud Pública, a la prensa…

 Federico Fiallo, Miguel Ángel Báez Díaz, Porfirio Herrera, Rafael A. Espaillat, José García Trujillo, David Antonio Hart Dottin, Luis Ruiz Trujillo, Carlos Sánchez y Sánchez, Héctor B. Trujillo Molina, Manuel A. Amiama, Francisco Elpidio Beras, Virgilio Álvarez Pina, José G. Sobá, Rafael F. Bonnelly, A. Amado Hernández, César A. Oliva García, Luis A. Méndez L., J. A. García Fajardo, Marcial Martínez Larré, entre otros, se empeñaron a fondo en el estudio y la erradicación de esta práctica, en el cierre de estos centros de perdición en los que no sólo negociaban rameras sino también “depravados tipos invertidos”.

 Pero ninguno combatió la prostitución con más ardor que Joaquín Balaguer, entonces secretario de Estado de la Presidencia. En el extenso expediente sobre el mercadeo sexual durante el trujillato, varios son sus informes. El 24 de noviembre de 1956 transcribía al secretario de Salud Pública: “En la calle Bartolomé Colón esquina Francisco Henríquez y Carvajal, de esta ciudad, hay un bar que se ha convertido en el terror de las familias honestas con una vellonera a todo volumen a altas horas de la madrugada y con frecuentes escándalos, muchas veces a mano armada, promovidos por las mujeres de vida licenciosa y los hombres de mala reputación que visitan ese establecimiento, quienes se han olvidado de las más elementales reglas de la moral y la decencia”. Enrique A. Ricart, inspector al servicio del Presidente, hacía la denuncia.

“El Cocuyo”.  Balaguer volvió a denunciar otros dos prostíbulos en octubre de ese año, uno en San Francisco de Macorís y otro en Higüey. El 25 de septiembre reportó otro en San Juan de la Maguana, luego denunció a “una mujer de vida alegre” de la Hilario Espertín, y en una comunicación del 30 de agosto de 1956 dirigida al coronel Federico Fiallo, le habla de un celestino de San Pedro de Macorís apodado “La Chula”, dueño de un burdel de la calle Presidente Henríquez, llamado “El Cocuyo”, “porque solamente funciona de noche”.

 Varios “Foros Públicos” se publicaron denunciando bares, cafés, cabarets. Inspectores de sanidad trabajaban arduamente. Directores de Inmigración vigilaban colombianas que usaban el país como puente hacia Haití mientras la guardia las sometía a interrogatorios intensos. Mujeres de apariencia dudosa eran recogidas. Las velloneras se acallaban militarmente y a los proxenetas les daban plazos para trasladar o cerrar sus lupanares que llevaban nombres tan poéticos como “Recreo de Turismo”, “Yumurí”, “Los bosques de Viena”, “Habana-Madrid” o “El Oasis”.

 En las “casas de citas” había pánico y las vendedoras de caricias debieron someterse a exámenes semanales y al porte de “Tarjetas de profilaxis”.

 Las medidas contra las “maripositas noctámbulas” arreciaron en junio de 1956 cuando en una carta enviada a Trujillo un médico sanitario le comunicaba: “Se comenta entre las mujeres libres que la recogedera que están haciendo la Sanidad y la Policía se debe a que cuando vinieron los barcos americanos no hace muchos días, casi todos los marinos salieron con enfermedad de venérea”.

 Entonces el “Ilustre Jefe”, cansado de tanto reclamos y vergüenzas, decidió acabar con la prostitución en la República Dominicana. Pero esa es otra historia. Continuará.

En síntesis

Trincheras contra rameras

En años de la dictadura de Trujillo, el  negocio del proxenetismo se convirtió en piedra de escándalo y entre todos los funcionarios, el que más combatió la prostitución fue Joaquín Balaguer que para entonces esa Secretario de Estado de la Presidencia. En el extenso expediente de la época aparecen varios informes suyos denunciándola.

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