La quinta pata al gato

La quinta pata al gato

Mi último escrito previo a las elecciones de Estados Unidos de Norteamérica expuso que Barack Obama podía ganar, aunque podía ser derrotado en los colegios electorales. El primer aserto lo sustenté “a sabiendas de que Dios tiene sus maneras de conducirnos por derechos caminos entre agobiadoras curvaturas de las rutas de la vida”. Esa oración cerraba ese trabajo. La alternativa, es decir, la posibilidad de que los electores de segundo grado podían hacerle lo que hicieron a Al Gore, no tiene por qué ser discutida. Obama ganó, y los electores respondieron al sentir popular. Con todo y que él no es blanco.

Tampoco es negro, como se afirma con frecuencia. Y no es que haya comenzado a blanquear porque va rumbo a la Casa Blanca. Siempre lo hemos tildado como mulato, pues técnicamente, la mezcla de las razas blanca y negra produce un cruce que es el mulato. Como la de blancos y aborígenes del continente genera mestizos. Pero no hablemos de ello tampoco, pues muchos prefieren llamarlo negro.

Andamos por otros lados. Marchamos en busca de la quinta pata del gato, y no me dirán que no la tiene. El nombre completo del conocido Barack Obama, presidente electo de los Estados Unidos de Norteamérica, es Barack Hussein Obama Dunham.

¡Vaya ironías del Creador! Dios intentó decirnos que era un error de George W. Bush invadir a Irak bajo la andanada de novecientos treinta y cinco mentiras pronunciadas por él y sus asesores y colaboradores. (El número no lo ofrecemos nosotros.

Es fruto del estudio realizado el año pasado por el Centro por la Integridad Pública y la Fundación por la Independencia del Periodismo, de Washington).

Bush, como desbocado caballo con anteojeras, desoyó a la mayor parte de los gobernantes que tradicionalmente son aliados del gobierno estadounidense. Tampoco escuchó al fenecido guía del cristianismo católico, Su Santidad Juan Pablo II. A mí, ignorado escribidor de cuartillas digitales –porque llegué a ellas, con brega, pero llegué- tampoco quiso hacerme caso. Todos, menos Bush y sus colaboradores, sabían que el tirano iraquí no representaba una amenaza.

Era, desde la madre de todas las guerras, la de 1991, un acorralado perro de hortelano, que trataba de sobrevivir.

Decidido guerrero con jofaina de yelmo y palo de escoba de huso, Bush siguió adelante. ¡De cuántos contratiempos hubiera librado a esta época si no se hubiera subido al jumento pensando que era un majestuoso mulo texano! Enceguecido, se fue a tumbar a Hussein. Y Dios lo proveyó de un Hussein. ¡Este Dios nuestro que se las trae!

Los republicanos buscaron llamar la atención del electorado muchas veces, respecto de este nombrecillo de untura musulmana. Para disminuir el efecto de la maliciosa campaña, Dios ungió su muchacho con ese aceite con que ha ungido a sus elegidos. Ni siquiera fue creíble para los electores, el pastor de la denominación que profesa, que lo acusó de fanático antiblanco. Todo estuvo fríamente calculado por el Creador.

Y debido a ello, no se le pudo derrotar. Un Hussein fue derribado por la Casa Blanca. Un Hussein, de nombre de pila, llega a la Casa Blanca. Ojalá su mandato esté igualmente inspirado, y que el Dios Creador que lo llevó, lo conduzca por caminos serenos. Y proteja. Porque en esa tierra hay muchachos que tienen los juegos pesados.

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