La razón liberal

La razón liberal

EDUARDO JORGE PRATS
Para muchos resulta un contrasentido oponer democracia y liberalismo como lo hace Carl Schmitt pues, para la gran mayoría y como parece derivarse del sentido común cristalizado por las democracias realmente existentes, toda democracia es liberal y todo liberalismo es esencialmente democrático.

Pero lo cierto es que, como bien afirma una pensadora de credenciales antifascistas incuestionables como Chantal Mouffe, “por un lado, tenemos la tradición liberal constituida por el gobierno de la ley, la defensa de los derechos humanos y el respeto a la libertad individual; por el otro, la tradición democrática, cuyas ideas principales son las de la igualdad, la identidad entre gobernantes y gobernados y la soberanía popular. No hay una relación necesaria entre esas dos tradiciones diferentes, sino solo una articulación histórica contingente”.

Afirmaba la semana pasada, de la mano de Tocqueville y de Schmitt, que el código operativo de la democracia, si no es sujeto a los correctivos constitucionales del liberalismo destinados a limitar y controlar el poder de las mayorías a través de las garantías de los derechos fundamentales y la división de los poderes, conduce, necesariamente, a la tiranía democrática. Hoy sostengo que esos correctivos no pueden ser dejados a la contingencia de que la defensa de los mismos forme parte de las demandas populares como sugiere Ernesto Laclau en “La razón populista” al señalar que “no hay razón para pensar que un populismo que incluye los derechos humanos como uno de sus componentes es excluido a priori”. Aunque la lucha por los derechos fundamentales pueda ser en un momento histórico determinado una demanda popular apremiante, como lo demuestra el tránsito del autoritarismo a la democracia en la Latinoamérica de los 80, lo cierto es que los populismos tienden a intensificar los rasgos perversos de la democracia y lo que Pedro Francisco Bonó llamaba “las tendencias absolutistas” de las mayorías.

Pienso que lo más adecuado para nuestras sociedades es afincar regímenes políticos basados en la razón liberal que, por definición, es mucho más inclusiva que la razón democrática. Recordemos que las democracias asoman a la historia como regímenes profundamente excluyentes. Ello es así no por pura casualidad: es que las democracias se fundan en la homogeneidad y por eso excluyen del cuerpo político a los extraños y a los desiguales (los extranjeros, los esclavos, las mujeres, los pobres, los étnicamente diferentes). En contraste, el liberalismo es profundamente inclusivo: los derechos se garantizan a todos sin distinción. Por eso, la razón liberal puede acoger tanto la razón democrática de los derechos de la participación política como la razón socialista de los derechos a acceder a bienes sociales básicos. Reformulando a Norberto Bobbio, podríamos hablar entonces de un liberalismo democrático y social que es lo que, en el fondo, está presente en la cláusula constitucional del Estado Social y Democrático de Derecho.

En otras palabras, de lo que se trata es de consolidar una democracia reconciliada con el hecho de que no puede haber un poder absoluto, aunque venga del pueblo, no sometido ni a límites ni a reglas constitucionales. La soberanía popular habrá que entenderla entonces no como que el pueblo pueda hacer lo que le venga en ganas sino como significando que el poder pertenece al pueblo y por tanto nadie, ni siquiera sus representantes, puede apropiarse de ella. Por su parte, tomando en serio el reto de Laclau de retornar a la categoría política de pueblo -aunque llegando a conclusiones opuestas a las de él- al pueblo habrá que entenderlo no como un macro-sujeto dotado de una omnímoda voluntad general unitaria sino como “una pluralidad heterogénea de sujetos dotados de intereses, opiniones y voluntades distintas y en conflicto entre sí” (Ferrajoli).

La razón liberal es la única que nos puede conducir a gobiernos de leyes, limitados y garantes de los derechos de todos. La razón populista como expresión máxima de la razón democrática es utópica y totalitaria por las mismas razones dadas por su precursor Rousseau: “No es posible imaginar al pueblo continuamente reunido para ocuparse de los asuntos públicos (.) Si hubiese un pueblo de dioses, se gobernaría democráticamente. Pero un gobierno tan perfecto no es propio de hombres”. A confesión de parte, relevo de pruebas.

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