La reelección

<p>La reelección</p>

UBI RIVAS
En un país de cardinal referencia atávica por el culto del fuercismo, del despotismo, el caciquismo, la arbitrariedad, todo lo cual argamasa y esculpe el rostro hórrido de la corrupción y el maltrato ciudadano, la reelección o de cualquier manera la continuación a horcajadas del mando supremo debe suscitar sospecha, rechazo palmario y grima.

El país, de una manera tozuda, reiterante, espectral, inexplicable en otros escenarios si no fuésemos, como calificaba a diario a sus contertulios en su bufete de jurista el reputado y luminoso internacionalista Manuel Arturo Peña Batlle, Chilo, para sus íntimos, un país insólito.

Donde los fenómenos más inauditos ocurren con una reincidencia pasmosa y al parecer inadvertidas, donde permea una memoria convencional, donde ni se castiga al transgresor, podría aplicarse por demás al corrupto, ni se premia ni encomia la virtud ciudadana de la probidad, donde la gratitud por la solidaridad que se agradece no es la anterior, sino la próxima, como atestigua con gracia impar José Luis Corripio Estrada, mi querido Pepín, la reelección, su figura jurídica traumática, repito, debe provocar por lo menos, escozor ciudadano.

En un país que es un referente internacional, y claro, nacional, pésimo, donde impera una generalizada situación de cuidar y preservar la impunidad, donde no pocos ejercen de multiplicados Houdini para evadir sus responsabilidades fiscales con el Estado, que más bien que un oprobio, es una gracia, una competencia sorda y sórdida que en vez de apenarnos, nos alboroza, la reelección conlleva una parte alícuota nada pequeña en todos estos despropósitos nacionales o antinacionales.

Es, en fin, un país en el cual, como calificó de manera lamentable el escritor trujillista Abelardo René Nanita, «es prohibido joderse», cabalgando así muelle en el lomo del Estado, del erario, sin importar que no se fijen principios, a cambio de prebendas, de no bailar lo que es preferido, sino cuando le toquen.

Las referencias «luminosas» del continuismo, la reelección, asirse a la grupa del poder, asido con un complejo simiesco, conforme al sabido instinto de que ese animalito cuando agarra algo, difícil lo suelta, como ilustró para la posteridad en una de sus anécdotas, el general Ulises Heureaux, el terrible Lilís, cuando alguien le cuestionó por su aferramiento al poder.

Cierto que ni el primer presidente, general Pedro Santana, el fatal Siño Pedrito, ni su contendor por antonomasia epocal, El Gran Ciudadano, mariscal Buenaventura Báez, fueron reeleccionistas en el más puro sentido del término, pero porfiaron ambos por el poder y fueron las figuras centrales de la I República que, de manera determinativa, condujeron a su colapso y al estreno de la II República identificada en la gesta restauradora de 1863.

Fue, cierto, el general Heureaux quien en 1896 inicia el proceso trágico de la reelección o el intento inconcluso de continuar en el poder absoluto, arbitrando los relámpagos del mando, detenido abruptamente en un charco de sangre en la tenducha mocana de Jacobo de Lara, el 26 de julio de 1899, marcando el fin de 13 años directos y seis más detrás del biombo de la Silla de Alfileres, 19 en total.

Apenas tres décadas luego del magnicidio mocano, el 23 de febrero de 1930, surge el tercer referente pésimo de la reelección con el general Rafael Leonidas Trujillo, que siendo jefe del Ejército, hijo casi adoptivo del presidente Horacio Vásquez, traiciona su confianza y lo madruga derribándolo del poder, iniciando la trágica y sangrienta tiranía de 31 años y siete meses.

El 1 de junio de 1966, apuntalado por el US Marine Corps del presidente Lyndon Johnson, que impidió hacer campaña por todo el país al ex-presidente Juan Bosch, escala el poder el ex-presidente gomígrafo de Trujillo, doctor Joaquín Balaguer, imponiéndose por truchimanerías, bellaquerías y triquiñuelas, todas conectadas con el susurro aurífero de la corrupción, por dos períodos más, con un intervalo de ocho años, y retornado en 1986 hasta 1996, es decir, 22 años en total, donde los referenciales de la honestidad rondaron por el piso aplastados por el monstruo y esperpento mefistofélico de la corrupción.

Seguiré con el tema en una entrega próxima.

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