La reforma

<p>La reforma</p>

El nuestro ha sido un país rico en constituciones, pero extremadamente pobre en constitucionalidad.

Hemos sido fecundos en materia de reformas constitucionales coyunturales, pero incapaces de afianzar por esos medios la institucionalidad.

El resultado del ejercicio constitucional ha sido verdaderamente traumático, sin aportes de valía.

Es más, cuando ha habido un brote de sobriedad y patriotismo en materia de reforma constitucional, como en 1963, los intereses espurios se han sobrepuesto a la razón.

Por mucho tiempo hemos necesitado un cambio de actitud que nos permita definir el tipo de Estado que queremos.

Las reflexiones anteriores las anotamos para hacer contraste con el exitoso proceso de consulta agotado por el Gobierno para diseñar una reforma constitucional ampliamente participativa, envolvente.

El proceso de consulta ha permitido captar aspectos puntuales muy relevantes en lo que concierne al método de realizar la reforma constitucional, si por Asamblea Constituyente o por Asamblea Revisora.

En este proceso ha habido receptividad para todas las propuestas de reforma, ya sean de entidades o grupos, como individuales o particulares.

Se han propuesto cambios profundos a la Constitución, incluyendo la redistribución de las cuotas de poder conferidas a determinadas jerarquías públicas, incluyendo la del Presidente de la República.

Una consulta de tan amplia y diversa base debería garantizar con mucha aproximación la concepción del tipo de Estado que queremos. En consecuencia, esa misma consulta debería permitir elaborar nuestra agenda de nación y canalizar nuevas reformas, que hacen mucha falta.

Parece, a juzgar por este exitoso proceso, que la sobriedad en materia constitucional va a desplazar los inmediatismos, los arranques coyunturales y los trajes a la medida, para dar paso a una modalidad saludablemente participativa y democrática.

Se percibe que avanzamos hacia una auténtica reforma de nuestra obsoleta manera de hacer las reformas.

Insistimos

El linchamiento de otros tres presuntos criminales, esta vez en Yaguate, San Cristóbal, nos obliga a replantear la necesidad de que estos actos motiven exhaustivas investigaciones y sanciones ejemplares para los autores.

Siempre hemos dicho que un linchamiento es un acto premeditado, un asesinato compartido o socializado en el que los protagonistas actúan como persecutores, jueces y verdugos, sin medios ni calidad para establecer el calibre de cada responsabilidad, sin modo de discernir si los sancionados son verdaderamente culpables.

Pero también hemos dicho que esta práctica sólo es posible en aquellas sociedades disconformes con la Justicia, porque la consideran blandengue, que no protege los intereses de la sociedad.

Pasar por alto estos casos es validar la sentencia extrema practicada por gente sin calidad para juzgar y dar por sentado que las víctimas son definitivamente culpables. Eso es muy peligroso.

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