La reincidencia compromete

La reincidencia compromete

CARMEN IMBERT BRUGAL
La administración pública cuenta con algunos funcionarios peligrosos. Uno de ellos, por ejemplo, además de sus excelentes credenciales académicas y calidad humana, asume la militancia como antaño, cree en principios y apuesta a servir desde la función asignada.

Ese hombre utiliza un vehículo cuyo precio no alcanza el millón de pesos, la placa correspondiente a su subsecretaría está guardada, el reloj que exhibe su muñeca tiene correa de plástico, transita sin escolta, conserva como acompañante el chofer que le servía cuando era profesor en una prestigiosa universidad privada. No es enólogo ni presume de tener en su bar güisqui de malta. El asunto es grave porque el hombre es abstemio. Responde las llamadas, no ha cambiado vivienda ni hábitos familiares. Abjura de las extensas jornadas en los restaurantes capitalinos y el argumento es desagradable: el trabajo no le permite perder tiempo.

Definitivamente la conducta y laboriosidad de ese servidor público es inconveniente, pecaminosa. Su comedimiento irrita. El caso ameritaría la redacción de un memorial elogioso, empero, resultaría ridículo, improcedente y mendaz. Mencionarlo como paradigma es absurdo, a nadie se le ocurriría imitarlo, para qué y porqué. El colectivo no valora ese proceder, desprecia la frugalidad, quiere el boato, la ostentación sin respaldo, exenta de averiguaciones y, naturalmente, aspira el «boroneo».

Otrora, algunos se atrevían a encomiar comportamientos parecidos, provocaba asombro el cumplimiento del deber pautado, algo extraño entre nosotros. Un servidor público es un subordinado, obligado a acatar las limitaciones y exigencias de su cargo, otorgado por decreto o por el sufragio. No es un privilegiado con patente de corso, aunque así actúen, sin miedo a las consecuencias.

Todavía muchos mencionan la anécdota del muchachito, hijo de un miembro del gabinete del tercer gobierno perredeísta. La criatura, delante de una maestra, preguntó a su padre por qué no robó más para tener una casa como la de su amiguito, hijo de otro secretario de Estado. Son conductas reiteradas, convertidas en costumbre, invalidan cualquier arenga de redención y sacrificio, de transparencia y honestidad.

Durante el asueto de fin de año, un diario divulgó la reacción de los ciudadanos que esperaban ser atendidos por los cajeros de una sucursal bancaria. Los compatriotas descubrieron, entre los clientes, al Secretario de Industria y Comercio. Estaba calladito, en fila, como cualquier contribuyente. El grupo no aplaudió al Secretario, rechazó su acción con burlas, especulaciones, críticas.

Actitudes como las del subsecretario y el Secretario son indeseables. La mayoría repudia a esos especímenes que no utilizan los cargos públicos como medio seguro, rápido e impune de enriquecimiento ilícito, como excusa para abusar de los demás.

Los protagonistas de la supuesta renovación del quehacer político dominicano tienen que ponderar esas reacciones, no ignorarlas. Continuar con el sonsonete de la sociedad idílica, inmaculada, maltratada por unos malandrines que representan y sostienen un demoníaco sistema, es dañino e irresponsable. Los redentores que vuelven y vuelven con el discurso de buenos y malos, subrayan el desconcierto, contribuyen con el descalabro, no lo evitan.

Su atrevimiento electoral no es osadía, es imprudencia. Incapaces de ver más allá de su entorno o escuchar voces diferentes al coro que augura éxito, intentan, otra vez, reeditar discursos que por su ineficacia convierten la propuesta en comedia. La paciencia es válida en política, necesaria. No importa quién lo diga, sus efectos son positivos. Descartar la subjetividad como culpable de nuestros pesares es imperativo, aguardar el momento apropiado y usar los protagonistas idóneos y la retórica adecuada, es más sensato que los lances suicidas de acróbata senil.

La sociedad ha sido maleada por un legendario y exitoso estilo de mandar. Su vigencia parece permanente. El cambio no se producirá con una cantinela que augura nada. La composición social dominicana, exige, a los que pretenden ser la alternativa, reflexión, sensatez y paciencia, para irrumpir en el escenario político con acierto y no errar, como siempre. Las causas del colapso institucional, de la perturbación ética, son diversas. Decir que el país requiere un cambio y erigirse en propulsor del mismo, a contrapelo de la realidad, es más que fallido, truculento. Crear expectativas falsas es tan deleznable como no satisfacerlas. No son «los otros» los únicos culpables. Reincidir no exculpa, compromete.

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